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Tribuna:La razón histórica / 5
Tribuna
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El símbolo y la función

El establecimiento de una Monarquía plenamente actual, sin arcaísmo, sin ligaduras enojosas y extemporáneas, sin novelerías ni caprichos, está muy adelantado en España, más de lo que razonablemente hubiera podido esperarse. Es un ejemplo más de la elasticidad de la sociedad española, de su temple creador. Hace casi un año dediqué cuatro artículos -capítulos hoy de La Devolución de España- a examinar las posibilidades de una figura de Rey adecuada aun país europeo e hispánico, es decir, referido intrínsecamente a Hispanoamérica, en el último cuarto del siglo XX; sus títulos eran: «Jefe del Estado o cabeza de la Nación?», «El prejuicio de la sociedad amorfa», «Instituciones sociales» y, «El horizonte hispánico de España». No podía imaginar entonces que en menos de un año iba a avanzar España tan largo camino en un proceso innovador. No es fácil en nuestro tiempo sentir entusiasmo monárquico; pero parece difícil no sentirlo ante el alumbramiento de una forma histórica definida por rasgos nuevos, ajustados a las circunstancias y no utópicos, en suma, creadores.Ha evitado el arcaísmo la nueva Monarquía de dos maneras opuestas: la primera, desligándose de los ejemplos del pasado reciente, hasta el punto de que su estilo en nada recuerda lo que había sido la vida pública -por llamarla de algún modo- durante tanto tiempo; pero evitando, a la vez, la tentación de recaer en las formas de la institución monárquica hace medio siglo; por ejemplo, no se ha restablecido nada que se parezca a lo que fue la «Corte», ni hay «palaciegos», ni ningún grupo o clase de españoles que parezcan «más cercanos» a los Reyes que los demás, la segunda manera es más sutil, y merece párrafo aparte.

La Monarquía no ha tratado de hacer «lo contrario» de lo que se había hecho antes, en el pasado inmediato o remoto. Esta hubiera sido la gran tentación, la más insidiosa, porque una de las maneras de depender del pasado y perpetuarlo es oponerse mecánicamente a él. Nada se parece tanto a una cosa como su contraria, y por eso carecen de originalidad los que no apartan los ojos de algo a que automáticamente «se oponen». La expresión popular, tan usada en política, «darle la vuelta a la tortilla» suele olvidar que la diferencia entre sus dos lados es mínima, y difícilmente discernible; por eso nunca me ha parecido prometedora, cuando me he sentido radicalmente inconforme con lo que estaba sucediendo.

El Rey, sin «oponerse» verbalmente a nada, sin renegar de nada, sin acogerse a la sombra de modelos añejos, ha ejercido su libertad creando un estilo del que no había precedentes; ni su figura ni -lo que importa más aún- la de sus relaciones con el pueblo tienen semejanza con lo que hemos conocido los españoles de cualquier edad. Esa novedad no ha sido anunciada ni proclamada, y por eso muchos no la ven, porque no se dan cuenta más que de lo que se les explica, pero basta con mirar para que se imponga su evidencia. Hágase un experimento mental: imagínese cuántas acciones, gestos, expresiones de la Corona hubiesen sido posibles en otras circunstancias, hasta donde llegue nuestra memoria personal. Esto dará la medida de la innovación a que estamos asistiendo, tal vez distraídos por la rutina de los que, por no contar con ella, no la advierten.

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Lejos de asumir la más mínima beligerancia ni partidismo, el Rey ha proclamado la licitud de todas las posiciones políticas que la sociedad española adopte y que se avengan a limitarse y tolerarse recíprocamente. Es decir, en lugar de «hacer política», se ha puesto, no «fuera» de ella, sino por encima y, a la vez, por debajo de ella , como su fundamento y coordinación. Con otras palabras, ha afirmado la legitimidad y necesidad de la política -la más decisiva rectificación del pasado reciente-, sin hacer pasar por política su voluntad o sus intereses -lo cual es un cambio no menor-. La expresión «motor del cambio», que tanto se ha usado en la Prensa para calificar al Rey, refleja sin precisión la realidad que estoy describiendo; y digo sin precisión, porque hay muchas clases de motores, y urge ver con claridad de qué se trata. Al afirmar la política, no ha pretendido hacer una política -en esto se distingue de todo hombre de Estado o de partido-. Algunos quizás objetarían que alguna política particular es favorecida por la Corona. Habría que conceder que es así: aquel amplísimo repertorio de formas que son realmente políticas, esto es, en que la política es posible. Los representantes de ideologías o tácticas que -a la corta o a la larga- eliminan la política y la identifican con cualquier clase de dictadura, encuentran, en efecto, que la afirmación de la posibilidad efectiva de la política es una posición muy particular -y adversa.

Si esto es así, también será lícita una política antimonárquica. Ni que decir tiene. Los partidos tienen perfecto derecho a oponerse a la Monarquía, a proponer otras formas de gobierno. Y el país tiene derecho a saber a qué atenerse respecto a esos partidos a saber adónde lo quieren llevar: para poder seguirlos sin equívocos y con conocimiento de causa.

España ha iniciado una experiencia histórica: el restablecimiento de la democracia mediante una Monarquía cuyos caracteres legales deberá definir la Constitución, cuyos rasgos fisiognómicos estoy tratando de describir. Algunos partidos están empeñados en esa empresa, quieren que se lleve a cabo. Otros, por el contrario, no quieren que se haga, prefieren seguir otros caminos y sustituir esta naciente Monarquía por otros sistemas. Ambas posiciones son igualmente lícitas en una democracia -los sistemas en que opciones análogas no son posibles no son democracias, aunque se lo llamen por triplicado-. Pero la democracia consiste muy principalmente en que la vida pública sea pública, manifiesta y no clandestina; no sólo el presupuesto debe ser transparente, sino la totalidad de los programas. Por tanto, los ciudadanos necesitan saber qué partidos quieren seguir la experiencia iniciada y cuáles pretenden truncarla y desviarla hacia otros derroteros. Lo que no cabe es encogerse de hombros como si fuese una cuestión indiferente o que puede aplazarse hasta las calendas griegas, que podrían coincidir con cualquier «hecho consumado». Los partidos tienen derecho a preferir uno u otro régimen, y los electores tienen igual derecho a preferir uno u otro partido y a saber qué es lo que han decidido con su voto. La ambigüedad de las derechas parlamentarias durante la República fue funestísima, y una de las causas principales del desastre político de 1936.

No tiene demasiado sentido, hablar de preferencias «teóricas»; la política es circunstancial, y Ortega decía que una teoría que no es para una práctica no es una teoría, sino una estupidez. (La contraposición de teoría y práctica -o praxis, como prefieran decir con alguna pedantería los que simulan saber griego- sólo indica que se ignora que la theoría es la forma más perfecta de praxis.) Se trata de preferir la Monarquía u otra forma política aquí y ahora, en la España en que tenemos que vivir, sean cualesquiera nuestras opiniones sobre los diversos capítulos de un tratado de derecho político. Por esto no hace ninguna falta ser monárquico para creer que la Monarquía es la solución más adecuada a los problemas actuales de España, como no fue menester ser republicano para creer que la República podía ser la salida mejor de la crisis de 1931.

Pero lo que no es legítimo -en todo caso no es inteligente- es «hacerle ascos» al régimen político que se considera circunstancialmente el mejor, el preferible o tal vez el necesario. Quiero decir que no se puede hacer una experiencia histórica mínima, precaria, sin entusiasmo. Cuando se dice que el Rey es un símbolo, si se sabe lo que se está diciendo, se le está concediendo grandísima importancia, porque un símbolo es cosa muy seria; pero si se quiere decir con ello que puede ser una figura decorativa, algo así como un mascarón de proa, entonces hay que replicar que ese es un lujo que no nos podemos permitir.

El Rey, además de su carácter simbólico, tiene una función. Es símbolo de la Nación en su con junto y -no menos- de cada uno de los antiguos Reinos, Principados o Señoríos que están simbólicamente representados en los cuarteles de su escudo; es decir, de la unidad proyectiva de esa diversidad territorial e histórica. Es también símbolo de la continuidad temporal, ya que España no se agota en el instante presente, ni son españoles sólo los vivos -que, por otra parte, están variando, mediante el nacimiento y la muerte, a cada minuto-; del espesor histórico de un pueblo milenario, con sus experiencias todas, sus logros, sus errores y sus fracasos. Es, finalmente, símbolo de la convivencia de todas las partes, individuales y colectivas, que integran España.

Pero además tiene una función, no estrictamente política, sino más bien previa a la política, que la hace posible y, a la vez, va más allá de ella. Ningún partido, ningún grupo, ninguna, clase, ninguna región puede «apoderarse» del Rey, ni identificarse con él, ni servirse de él para sus fines particulares. No puede trazar un programa de gobierno, ni ejercer el poder que corresponde a éste, ni redactar la Constitución, ni ejercer la función legislativa de las Cortes. Si el Rey siente la tentación de injerirse en las funciones de los partidos o de las instituciones políticas o de los organismos de gobierno, la perturbación que esto lleva consigo altera todo el equilibrio, quebranta el prestigio de la Monarquía y rebaja su figura en vez de exaltarla. La función del Rey no es ninguna de esas, sino otra sobre la cual no hay quizá claridad suficiente: reinar. ¿Qué significa esta palabra?

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