Jacques Chirac, nuevo "patrón" de París
«Mi objetivo en la vida es servir a mis electores, servir a la causa de la mayoría, y, en fin, servir al hombre en cuyas manos se encuentra ahora el destino de Francia: Georges Pompidou. Tengo un temperamento de funcionario, y esto me diferencia del hombre político, en el buen sentido del término, es decir, del hombre de Estado. Sigo siendo muy sensible a la noción de servicio, de jerarquía, que adquirí cuando estuve en el ejército y trabajé en el Tribunal de Cuentas. Soy muy disciplinado. Y no tengo por costumbre discutir nada de lo que dice el presidente de la República.» Pese a ese innato sentido de la disciplina, Chirac abandonaría años después de haber hecho estas declaraciones el puesto de primer ministro. La diferencia estribaba en que no era ya Pompidou, su amigo y protector, quien se hallaba en el Elíseo, sino Valery Giscard d'Estaing.Cuando Chirac decidió dimitir como primer ministro y lanzarse a la disidencia dentro de la mayoría gubernamental, las cosas habían ido ya demasiado lejos entre él y el presidente. En efecto, pocas personalidades más diferentes y hasta antagónicas podrían hallarse en la vida política francesa que Giscard y Chirac. Moderado, liberal y modernizante, el primero; vehemente, conservador y radical el segundo. Cerebrales ambos, aunque de forma diferente. El actual secretario general del RPR gaullista prefiere el trabajo metódico a la imaginación, mientras que el presidente parece fiar más en la inventiva que en la labor meticulosa que desemboca en la burocracia.
La «disidencia» de Chirac con respecto a la línea presidencial tiene, sin embargo, raíces más hondas que las puramente caracteriales. En realidad, ambas personalidades, próximas en la estrategia general de los sectores conservadores del país, representan dos vías diferentes o dos proyectos distintos para entender lo que Francia es o quiere ser. Giscard apuesta por un país industrial en el que la agricultura tenga una importancia relativa y cuya presencia en el mundo aumente gracias a su potencial técnico y cultural. Chirac se mostró siempre partidario de esa «Francia espesa» formada por las clases medias, los campesinos y las fuerzas armadas. «Es indispensable que en la Francia del año 2000, tal como nosotros la concebimos, haya todavía artesanos, panaderos o relojeros», afirmó Chirac en mayo de 1976.
El nuevo alcalde de París tiene reconocida fama de «buen administrador», es decir, de contable cuidadoso que procura en todo momento no gastar más de lo que se produce y, a poder ser, ahorrar algo para «los tiempos difíciles». En julio de 1976 había advertido a los franceses que «vivían por encima de sus medios y que eso no puede durar indefinidamente». Semejante actitud contrasta, en efecto, con el reformismo económico de algunos centristas que apoyan a Giscard, e, incluso, con la actitud de los propios «republicanos independientes» que pretenden mantener ideas más modernas sobre el circuito económico.
Cuando Chirac decidió oponerse al candidato municipal sugerido por el presidente Giscard para la «batalla de París», pocos hubieran creído que en torno suyo iban a agruparse fuerzas tan heterogéneas (clases medias, campesinos, desde luego, pero también jóvenes cuadros»). Pocos esperaban también que bajo su liderazgo, giscardianos e izquierdistas iban a ser, cada uno por su lado, ya batidos en la primera vuelta. Las explicaciones para este éxito solitario (el resto del país vio cómo la izquierda ascendía, irresistible) son muy diversas, pero todas coinciden al menos, en algo: el eficaz funcionario que era Chirac se ha convertí do en un líder político arrebatador e intransigente. Su imagen es ahora, paradójicamente, «más moderna», aunque las proposiciones que defiende resulten, en relación con sus posturas de hace dos o tres años, considerablemente más arcaicas.
Para Chirac la alcaldía es, se dice, un paso más, y no constituye por si misma ninguna meta. El puesto, reinventado hace meses, no tiene todavía funciones muy específicas y ni siquiera los legisladores saben muy bien cuáles son los poderes de «monsieur le Maire», pese a que París sigue siendo la clave de Francia. Las elecciones municipales fueron para Chirac un ensayo general: sirvieron para demostrarle que, incluso sin el apoyo abierto del poder, e, incluso con su oposición, era capaz de movilizar a sectores amplios, y cada vez más angustiados con la actual situación económica y social.
Desde la atalaya de París, Chirae prepara la «batalla de las legislativas», que se celebrarán dentro de un año. El «bulldozer» gaullista intenta ahora unificar los rangos de la mayoría bajo su liderazgo. Le sobra moral, porque ha ganado, al menos, en su nuevo feudo. Pero Giscard se muestra reticente: las diferencias entre uno y otro parecen todavía insuperables.
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