Elecciones
He asistido desde cerca a varia, campañas electorales en Estados Unidos, y desde un poco más lejos, pero con suma atención, a otras. La primera fue la de 1952, cuando, siendo presidente Harry Truman, luchaban como candidatos Adlai Stevenson y Dwight Eisenhower. Con ésta de ahora van siete. En aquella ocasión, los americanos tenían la impresión de elegir entre los dos mejores hombres disponibles, y probablemente muchos sentían no poder votar por ambos. Esta situación no ha vuelto a repetirse, desgraciadamente; creo que la última vez que han sentido entusiasmo ha sido en 1960, por John Kennedy; las otras elecciones han tenido un elemento de desánimo o acaso desagrado: no son pocos los que han votado a un candidato por no votar al otro (esto es mucho más frecuente de lo que conviene en todo el mundo).¿Y ahora? La opción es algo mejor. No percibo ningún entusiasmo, ni siquiera una gran estimación por los candidatos; pero tampoco aversión, hostilidad o desprecio, ni siquiera por el «contrario» de cada cual. Hace unos meses, todo el mundo daba por supuesto -periódicos, revistas, sondeos de opinión y, por consiguiente, todos los extranjeros- que ganaría Carter por gran ventaja, lo que se llama un landslide. Nunca me había parecido evidente, y más bien me inclinaba a pensar que Ford será el vencedor en noviembre. Ahora -escribo el 11 de octubre- los americanos no están tan seguros. Yo creo que no están decididos, y, por tanto, no está decidido; que no se sabe, porque no se puede saber (los sondeos o polls olvidan demasiado la libertad humana, quizá porque los hace un tipo de hombre que no cree demasiado en ella: por ahí habría que buscar).
Lo más importante es que se están celebrando «debates» públicos en la televisión entre los dos candidatos. He visto los dos primeros, y me prometo ver el tercero. No han sido apasionantes. Los adversarios no hablaban entre sí, sino que contestaban a preguntas de varios periodistas, y a los comentarios del otro candidato; estaban de pie, detrás de dos pupitres, a cierta distancia uno del otro, un tanto rígidos, sin naturalidad, poco expresivos; todo estaba bastante preparado y carecía de espontaneidad y dramatismo. Al final del primer debate, por un increíble fallo técnico, dejó de funcionar el sonido durante veintisiete minutos, y Ford y Carter esperaron de pie, bajo los foscos, ante las cámaras, ese larguísimo tiempo. En el segundo no: hubo tales contratiempos, y en cambio algo más de pasión y naturalidad, pero nada extraordinario. El cómico Johnny Carson, inmediatamente después, hizo reír a todo el mundo con su comentario, derivado del título original de los dos famosos resúmenes de los musicals de la Metro-Goldwyn-Meyer: That's not entertainment - part II (Algo así como «Esto no es diversión - segunda parte. »)
Sorprenderá que, después de escribir esto, siga pensando que esto es «lo más importante». No me refiero al contenido de los debates, ni a su forma, no muy feliz, sino al hecho de que se celebren., La primera vez -y la última hasta ahora, fue en 1960,- cuando Kennedy contendía con Nixon. Poco después, en La Nación de Buenos Aires, escribí un artículo titulado «Una innovación política» (el lector curioso puede encontrarlo en mi libro Innovación y arcaísmo). Decía entonces: «Si no me engaño enteramente, la democracia ha dado en el otoño de 1960 el único paso importante desde la implantación del sufragio universal.» Al estar en presencia ambos candidatos, y en la televisión, el auditorio es plenamente nacional, el país entero puede asistir (y la inmensa mayoría asiste). Pero, sobre todo, antes cada orador político hablaba de lo que quería y decía lo que le convenía; ahora, la opinión pública como tal interviene en el diálogo, hay una presencia virtual del país en el debate. Se pasa del monólogo al diálogo de preguntas y respuestas, de la técnica sofistica a la socrática. Hay el riesgo de ir adonde no se quería, de decir cosas inconvenientes (ya se han dicho). Por si fuera poco, interviene la fisiognómica: no sólo se oye lo que dicen, sino que se ve cómo lo dicen.
Repárese en que desde 1960 no se habían reanudado los debates. ¡Qué casualidad! Una generación entera «se los ha saltado», ha recaído en los usos anteriores. En 1964, en un artículo titulado «Mientras llega noviembre», observaba yo que Barry Goldwater se había negado a celebrar un debate en la televisión con el también republicano William Scranton, para disputar la nomination. Y comenté: «Goldwater no ha aceptado la forma de democracia a que se había llegado en 1960... Si no se atreve a afrontar los debates de la televisión, con ello se habrá retirado, no ya de las elecciones, sino de la época presente.» Todavía yo no tablaba entonces de «arcaísmo», pero lo estaba definiendo. ¿No resultará que esa generación, ese espacio de tiempo entre 1961 y 1976, haya sido una etapa de aracaísmo? Será mera casualidad que apenas iniciada la nueva fase generacional e haya «vuelto» a la forma de democracia estrenada en 1960 e innediatamente abandonada? ¿No será esto un ejemplo notorio de esa paradójica situación que es volver hacia adelante, dejar atrás el arcaísmo?
No se sabe a quién -a quiénes- van a elegir los americanos. Eso quiere decir que van a elegirlos. ¿En cuántos países sucede esto? Haga e elector las cuentas, y tendrá la lista de los países en que la democracía existe, no está prostituida o escarnecida. En 1964 perdieron con enorme derrota los republicanos; en 1972 les pasó lo mismo a los demócratas, porque es la opinión la que decide, y no la decreta nadie: se hace, se deshace, cambia. El Partido Demócrata es mucho mayor que el Republicano; pero no gana siempre, porque muchos americanos votan libremente, sin compromiso previo, muchos afiliados a un partido «cruzan la línea» cuando lo consideran justo; y no son pocos los que votan a los representantes o senadores de un partido y al presidente del otro, lo cual explica la enorme frecuencia de que tantos Gobiernos tengan un Congreso mayoritariamente adverso.
Estas elecciones de noviembre de 1976 son más importantes de lo que parece. Los candidatos no lo son, creo que ninguno de los dos tiene el relieve necesario para la época que empieza. La sociedad americana está más avanzada que la maquinaria política. Esta no ha sido capaz de suscitar ningún candidato «a la altura del tiempo», a la altura de lo que ya es el país -pero los políticos y los periodista, hombres de poca teoría, todavía no lo saben- Hubiera hecho falta un candidato nuevo. Ford no lo es, claro, sino el presidente en ejercicio desde 1974. ¿Y Carter? Ha nacido en 1924, creo que pertenece a la generación que llamo «cesárea», que está llegando al poder, que tiene demasiada prisa por llegar al poder. Pero, pase lo que pase en la política, el poder social -que es el que verdaderamente cuenta- corresponde todavía a la anterior, a la que llamo «augusta», y que es la de Ford, la de 1916; la de 1931 empieza ahora a «compartir» el poder con ella, y si quiere tenerlo en exclusiva y brûler les étapes va a tener sorpresas desagradables. Si no, al tiempo.
Pero, además, Carter no es un hombre que posea la visión de lo que va a ser el mundo en los próximos años; su experiencia es muy limitada, su éxito fulminante dentro del Partido Demócrata se ha debido, sobre todo, al vacío existente en él; si llega a ser presidente, tendrá que improvisar muchas cosas, y no se sabe cómo; por eso se presenta como una incógnita, lo que desconcierta a los electores.
En cuanto a Ford, la cosa es curiosa. No parece hombre de muchas ideas, ni de grandes ideas, pero sí de fuerte sentido de la realidad; a veces me parece -y lo digo con el mayor respeto- un buen perro de caza. Los americanos creen que «ya» saben quién es, y que si es elegido gobernará los cuatro próximos años como hasta ahora. No lo creo así: probablemente su mandato será bastante distinto del actual. Si es así, probablemente pensarán -empezando por Gerald Ford mismo- que la diferencia será debida a que será presidente elegido y no designado (constitucionalmente, con absoluta legitimidad, no se olvide). Yo pensaré otra cosa: que su segunda presidencia va a diferir de la primera porque se va a ejercer sobre un país distinto, en una época nueva, con otro argumento.
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