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En este país

Hace ciento cuarenta y tres años, el 30 de abril de 1833 -cuando Fernando VII, ya muy enfermo, apenas gobernaba, cuando se presentía la nueva epoca que iba a empezar cinco meses después-, publicó Larra en la Revista Española un artículo con este mismo título: En este país. Podría reimprimirse hoy; no ha perdido valor ni actualidad; si se sustituyeran los nombres propios, se transpusieran las referencias concretas, podría publicarse con cualquier firma actual, o como un editorial, y nadie sospecharía su lejana fecha.¿No es melancólico? ¿No justifica la frase famosa -y con frecuencia, mal entendida- de Larra, «Escribir en Madrid es llorar»? Porque hay que pensar más que en la inquisición (en las varias inquisiciones), en la censura, en las persecuciones, en las amenazas- en la infinita capacidad de no enterarse, en la impermeabilidad, en la propensión al olvido. Larra intentó pinchar un lugar común, un comodín para la pereza; al cabo de siglo y medio, ese tópico tiene más fuerza que nunca. En esta época de estadísticas, debería hacerse una de las frases habladas y escritas que en España comienzan con esas palabras: «En este país».

Sólo hay un sentido en, que, esta frase sea lícita: la afirmación de que lo que se dice acontece efectivamente en España, sin que el que habla se atreva a generalizar más allá de lo que conoce bien. Pero no es así como se emplea: casi siempre implica o subdice: «sólo» en este país, en este país «y no en los demás». Y entonces, suele ser una falsedad, por lo menos un aserto injustificado, que el que enuncia no está en condiciones de probar..

Las razones que han llevado al uso de esa expresión son opuestas y, por tanto, muy parecidas. Se trata de la suposición gratuíta de que España es un país excepcional y fuera de serie. Tal vez lo sea; si no hay dos hombres iguales, ¿cómo va a haber dos países equivalentes? Y entre los grandes y creadores, la unicidad es evidente, la imposibilidad de confundirlos o intercambiarlos. Pero entonces no hay que engolar la voz, y, sobre todo, hay que mostrar en qué es excepcional el país que lo sea. Los provincianos, que creen, como decía Ortega, que su provincia es el mundo, se creen dispensados de conocer las demás provincias, cierran los ojos y se extasían nominalmente ante la suya; y digo nominalmente, porque no suelen conocerla, y casi siempre desconocen todo lo que tenga de admirable.

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A fuerza de hipérboles y elogios en hueco, de desconocimiento de las limitaciones, los defectos o los males, se produce un asco a todo eso que lleva por lo general, no a su análisis y crítica, a su corrección concreta y en vista de las cosas, sino a su inversión automática, al desdén, al escarnio de la totalidad del país, pasado, presente y futuro, sin, atenuantes ni esperanza. Así ocurría en tiempo de Larra, el mayor crítico de la época, y así vuelve a ocurrir hoy, como si Larra no hubiera existido, no hubiera escrito, no hubiera dado relieve y énfasis asus palabras con el signo de admiración de un pistoletazo. Escribir para que al cabo, de siglo y medio, haya que volver a escribir lo mismo, ¿no da gana de llorar? Sí, pero antes de escribir la frase de Fígaro yo me detendría a comprobar si esto pasa solamente en Madrid.

La tesis de Keyserling, escrita hace exactamente medio siglo, de que «en lo ético España se encuentra a la cabeza de la actual humanidad europea», mal entendida y peor utilizada, ha sido desastrosa. Ha llevado a decir que España era el modelo del mundo," que todos nos envidiaban (y odiaban), y otras inepcias semejantes le ha exaltado en hueco y abstractamente el valor de España, a la vez que se atacaban -o destruían- sañudamente sus valores concretos; y, sobre todo, se identificaba el nombre de España con una pequeña fracción de ella (a la cual ciertamente no voy a negar, como ella suele hacer con los demás, la condición espanola, pero sí la pretensión de agotarla). Ya sabemos lo que ha querido decir, en los discursos y artículos de los últimos de Genios, «amigo de España» o «enemigo de España». Esto ha engendrado, en los que se han considerado -tal vez sin demasiado fundamento- la «oposición», un infinito desprecio por España y todo lo que ha sido y hecho. En una revista cuyaÍ inspiración ha de buscarse en una de las cimas de lo que fue el llamado «triunfalismo» se ventiló hace no mucho tiempo la peregrina cuestión. «¿Existe una cultura española?», y el conjunto de las respuesta era abrumadoramente negativo; algunos expresaban su confianza en que esa cultura no había existido nunca, ni existía en el presente, ni existiría en el porvenir; y después de leerlos a todos, casi se inclinaba uno a pensar lo mismo, hasta que se doblaba la última página y se levantaban los ojos a la realidad.

Hoy se da un fenómeno curioso: se niega el valor de la cultura española, pero resulta que es maravillosa si se la considera a trozos: no se habla más que de la «cultura catalana», la «cultura asturiana», la «cultura vasca», la «cultura gallega», la «cultura valenciana», la «cultura extremefla», la-«cultura andaluza», incluso se empieza a hablar tímidamente de la «cultura castellano-leonesa». Por lo visto, el todo es mucho menor que la suma de sus partes.

Dos grupos opuestos proclaman a diario que «nada ha cambiado». Poco importa que la transformación de la sociedad española -y de la realidad física de España- sea de las más rápidas y profundas de Europa, que la distancia entre la España de hace un cuarto de siglo y la de hoy sea mayor que la que en ese tiempo separa el presente del pasado en la mayoría de los países. En una pequeña ciudad de la España republicana advertían a uno en 1939: «¡Que llegan los fascistas». Respondió desdeñosamente: «¿Qué importa? ¡Con no verlos ... » Me asombran los que en estos meses declaran con la mayor seriedad que nada ha cambiado, cuando con su propia presencia, conducta y palabras demuestran hasta qué punto han mudado las cosas.

Frente a los que están convencidos de antemano de que en España no son posibles las formas. políticas que parecen normales y civilizadas en el resto de Occidente, y se negarán a reconocer que se vive en ellas hasta en el día que tengan plena vigencia, están los que, fingiendo entusiasmo por España, creen tan poco en su consistencia que están persuadidos de que se va a volatilizar el día que nos comportemos política y socialmente como nuestros semejantes de Europa y América; y que somos tan poco originales que no vamos a dar un acento personal a las normas aceptadas en todos los países en que los hombres son libres para decidir por sí mismos cómo quieren vivir.

Como en España, durante los últimos: cuarenta años, se ha podido hablar muy poco de ella, al menos en concreto y en detalle, y -hay que decirlo- se ha hecho mucho menos de lo que se podía, una porción anormal de la información ha estado destinada al extranjero. Se podría pensar que eso ha abierto a los españoles amplios horizontes, los ha hecho estar enterados de otras formas de vida; pero como esa información ha solido ser tendenciosa, ha bizqueado hacia las cuestiones interiores, ha presentado casi siempre los otros países como si apenas tuvieran que ver con España -para bien o para mal, tanto da-, todo ello ha contribuido a crear la impresión de que nuestro país es único, especial, teratológico. Los lectores españoles no acaban de tomar en serio lo que leen. de otros países, como si no fuera algo real, sino una forma de ficción. ¿Quién imaginaba que lo que contaban los periódicos estos últimos años de los Estados Unidos podría ocurrir en Madrid o Barce-

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lona? Las noticias de Portugal, ¿se toman como algo efectivo, que ha sucedido o está sucediendo más cerca de Madrid que muchas ciudades españolas? ¿No se ha introducido en la mente de los españolel una extraña «distancia» de todo lo demás, que se parece mucho a la que establece el tiempo pasado? ¿No miran al mundo -a todo el mundo- como quien lo hace a través del túnel del tiempo? Sólo esto, explica que sientan horror a tantas, cosas excelentes, o inofensivas, que miren con impavidez o con beatitud y derretimiento formas de vida que les producirían espanto si las imaginaran. Pero es que sienten que, en reafidad, nóvan con ellos.

Sería esencial que, definitivamente, se relegara al olvido el tópico que denunció Larra. España está viva, bien viva, y es un viejo país que hasta llegado hasta hoy, -1976- y va a seguir en el futuro, Dio! sabe hasta cuándo. En este PAÍS, al menos, yo quisiera que nadie renunciara a entender las cosas, y a hacerlas, repitiendo: «En este país ... »

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