A León Felipe, en su homenaje
Solamente tres veces en mi vida he visto llegar a León Felipe. Y siempre. venía desde muy lejos, porque aquel grande justiciero poeta, al igual que el grito que él amó, parecía venir desde un mundo lejano. O de la profundidad que ni él, quizá, conociera, pero que lo disparaba veloz hacia nosotros, como una arrebatada, una candente flecha silbadora.La primera vez fue en Madrid. Aquella confiada España de los primeros años de la República. Allí lo saludamos. Allí lo quisimos. Allí, puede decirse, lo conocimos. Y allí, también, una noche le dijimos adiós. Porque el poeta caminante, siguiendo ese destino suyo que creyérase siempre fue el éxodo, se alejaba nuevamente.
Así que en aquella noche junto a él, estaban todos los poetas de España, y con ellos Pablo Neruda. ¿Recuerdas, León, a García Lorca? ¿Recuerdas, León, a Miguel Hernández? Y, aunque en presencia no, también se hallaba con nosotros esa noche don Antonio Machado.
La segunda vez, yo, vi Regar esta segunda vez a León Felipe a otro Madrid muy diferente. Aquel Madrid ya de los aires desoladores por las calles. Al Madrid desventurado de las noches sin fin bombardeadas y las grandes albas heroicas, serenas, impasibles.
Venía también León desde muy lejos. Con un sencillo «goodbye, Panamá», el poeta se había despedido de la cátedra de literatura, en uno de los breves descansos de su vida, que en la Universidad de aquel país desempeñaba.
Y entonces fue cuando, de pronto, sintió un estirón de las raíces que nunca se habían desgajado. Pisó León otra vez tierra de España. ¡Y Federico ya no estaba! Había, no se sabe en qué sitio, quizá un pobre nido, una piedra perdida, un tallo matinal, manchado con su sangre.
Verdadera uña y carne, llegó León a Madrid para poner también su vida de español al tablero, para empapaprse y confundirse con el corazón dérraniado de sus hermanos y sentir arrancársele por primera vez, desde las cuevas de sus entrañas, ese tremendo grito justiciero, ese clamor por la justicia que desde aquellos días lo empujó y lo acosó y lo desasosegó, llevándolo de un lado para otro como un león rugiente. Como un león que fuera conciencia de los olvidadizos, de los agazapados, de los tibios, de los enfriados, de todos aquellos que no creen, como él pensaba, en la redención del hombre por las lágrimas.
Era el poeta acusador porque para algo él vio, él tocó la España muerta, con sus ojos, porque para algo se pasó aquel otoño en el paseo del Prado, contando muertos. Contando muertos por las plazas y parques, contando niños muertos en los hospitales, contando muertos en los carros de las ambulancias, en los hoteles, en los tranvías, en él Metro. En las mañanas lívidas, en las noches negras, sin alumbrado y sin estrellas.
La tercera vez encontré a León Felipe en Buenos Aires, y al cabo de unos años de no verlo, pero de oírlo, sin embargo. Y no era únicamente Federico, sino Antonio y Miguel, los que no estaban. Cuando los españoles del éxodo nos encontramos, y más cuando uno de ellos se llama León Felipe, es como si chocaran, si se unieran pedazos de tierra vagabundos, trozos vivientes de una entraña lanzados a lo alto, dispersos por una mala tromba.
Allí me tropezaba con España. Allí chocaba. Allí me daba contra alguien muy vivo, muy sangrante, muy desesperado, muy animoso.
Venía ganándose la luz mientras ya otros se habían ganado definitivamente la sombra. Nos afirmó entonces León cómo el cielo le hizo que él fuera Jonás, tal vez fuera Job, nadie, o el viento.
No sé. Pero yo, que le conocí bien, os digo aquí:
¡Era un ángel, un niño, un hombre! Uno de los hombres más puros. Uno de los poetas más buenos de España.
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