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También hay alemanes en Río

Por cada uno de ellos hay 10 argentinos y tres policías. La hinchada albiceleste asedia la catedral del fútbol latinoamericano

Hinchas argentinos en Copacabana
Hinchas argentinos en CopacabanaMario Tama (Getty Images)

Tres horas antes de que empiece la final, el ambiente en la ciudade maravilhosa ha alcanzado una temperatura altísima. Por el paseo de Leme que lleva desde la favela del morro Babilonia hasta la milla de oro de Copacabana (donde se ubica la FIFA Fan Fest y los hoteles más caros de Sudamérica) se escucha a argentinos cantar “no nos va a quedar fernet” a las once y media de la mañana. Luce un sol espléndido. El tráfico tiene un volumen propio de día laborable. Bares y restaurantes están repletos. Se ven, incluso, hinchas alemanes en las calles. Los más rezagados en llegar han comprado una camiseta de la equipación rojinegra que lucirá hoy la temible selección de Joachim Löw, con los mismos colores que suele lucir Flamengo, el club más popular de Río, cada semana en el mítico Maracaná. “Hoy torcemos por Flalemanha”, se oye frente a un puesto de cervezas. El hermanamiento entre la víctima y el verdugo es hoy total por culpa de Leo Messi.

La playa explota de gente, en pleno invierno, tras tres días de lluvia incesante. Los cariocas han soportado con admirable entereza la invasión argentina de sus calles en días particularmente complicados para el aficionado medio. El ruido argentino es perenne y viene condimentado por su talento creativo. Han hecho de la ciudad un barrio más de Buenos Aires, de Rosario, de Córdoba, de Mendoza; los miles de hinchas “hermanos” durmiendo en tiendas de campaña en el Sambódromo formaban estos días un auténtico espectáculo, un festival de patriotismo futbolero compuesto por hinchas fanáticos que se encontraban por primera vez en uno de los momentos, quizá, más memorables de su vida y a las dos horas, con un fernet de por medio, parecían ya amigos de toda la vida y se ponían a cantar y a preguntarles a los estoicos ciudadanos de Río, sin esperar una respuesta, aquello de “¿Qué se siente, Brasil…?”

Esta mañana se ven ya aficionados alemanes en la ciudad. Por cada uno de ellos hay diez argentinos y tres policías. Jeeps llenos de soldados armados con fusiles de asalto y escopetas repetidoras, provistos de chalecos antibalas, estacionan enfrente de los hoteles que estos días acogen también a jefes de Estado para acompañar a la presidenta, Dilma Rousseff, en la ceremonia de clausura de la Copa. Los brasileños han quitado ya algunos elementos decorativos de las calles, pero son perfectamente conscientes de que viven un día irrepetible, el último del Mundial de los Mundiales. No se habla mucho del 0-3 del ayer contra Holanda: el 7-1 y la final lo eclipsan todo. Se ven camisetas verdeamarelhas en las inmediaciones del Maracaná. El esfuerzo final de argentinos y alemanes por conseguir entradas a menos de 10.000 dólares es frenético. La hinchada albiceleste asedia oficialmente la catedral del fútbol latinoamericano. Se hacen fotos con los alemanes. Están todos eufóricos. “¡Hasela ahora, boludo”, gritan, “que todavía están sonriendo!”

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