El asesinato divertido
Hola a todos. Hoy les vamos a ofrecer una generosa porción de misterio con una pizca de comedia y sólo un toque de anuncios. Todo sazonado con unos pocos comentarios irrelevantes de su anfitrión.
Poco antes de convertirse en leyenda gracias a Star Wars, el compositor John Williams trabajó con Alfred Hitchcock en la película La trama (1976). Un día, encerrados en un despacho de Universal, ambos debatían la música que debía llevar la escena del asesinato. Hitchcock le advirtió de que se abstuviera de usar fagots y timbales, porque sonaban demasiado lúgrubes.
“Pero Sr. Hitchcock, para un asesinato ése es un sonido muy adecuado”, replicó el músico.
“No lo entiende, Sr. Williams", le respondió Hitchcock. "El asesinato puede ser divertido”.
Esta anécdota, extraída del excelente libro de Jack Sullivan Hitchcock’s music, explica por qué esa brillante antología de relatos de suspense llamada Alfred Hitchcock presenta sigue funcionando 55 años después de su estreno.
Es cierto que se recuerda, con justicia, por otra cosas. Como su inolvidable cabecera: el perfil del director reducido a nueve trazos. Su sombra. Y la música, esa Marcha fúnebre para una marioneta de Gounod que, hoy, ¿quién no asocia a Hitchcock?
Las apariciones de Hitchcock, al principio y final de cada capítulo, son igualmente memorables. Orondo, sarcástico, el director de Psicosis disertaba, entre la flema británica y el humor negro, sobre las muchas aristas del crimen mientras jugaba con armas de fogueo, copas con veneno, pastillas, puñales... No ha habido momentos tan delirantemente macabros e inteligentes en la pequeña pantalla.
Pero eso es sólo el envoltorio del caramelo. La serie en sí funciona porque, en la ficción, el asesinato es divertido.
Alfred Hitchcock presentase emitió, entre 1955 y 1962,en la CBS. Entonces era la cadena líder de audiencia porque su presidente, James Aubrey, no tenía reparos en ofrecer la programación más morbosa y comercial. Así que laserie tuvo el lujo de contar 363 historias con el morbo definitivo como única temática: la muerte.
Era una muerte muy especial. Instantánea, indolora, incolora e inodora. Un disparo, un golpe en la cabeza, una tacita de café llena de cianuro. Unos acordes disonantes en la banda sonora. Una mirada en blanco. Y ya. El cadáver cae, frío y recto.
(La censura de la época no daba para más: así como los matrimonios aparecían durmiendo en camas separadas y en los baños jamás se mostraba el váter, la violencia estaba prohibida en el Hollywood de los 50. La transición de vida a muerte debía ser limpia, preferiblemente timorata, y fulminante.)
Estos fallecimientos tan puritanos encajaban perfectamente con la mentalidad inglesa de Hitchcock. Como en las novelas de Agatha Christie y Sherlock Holmes, un óbito libre de humanidad le permitía aproximarse al asesinato desde la teoría académica. Como una de una de las bellas artes, que diría Thomas de Quincey, donde la lógica matemática impera sobre la moral.
El truco estaba en contar la historia desde el punto de vista no de los detectives, sino de los inexpertos asesinos. Resolver el cómo y el por qué no era una victoria personal de un sabueso, era el premio de ver un capítulo. A falta de una autoridad superior al criminal, el espectador hacía de detective y de juez, desvelando y valorando el caso según transcurría ante sus ojos. Y a falta de un Watson que le ayude, la serie ofrecía sus propias normas internas.
Todo dependía de cuándo se producía el crimen: al principio o al final del capítulo.
Si era al principio, el protagonista se debía a las normas de la novela negra: tenía que adelantarse a la policía, deshacerse del fiambre, las pruebas y los testigos, y crear una coartada verosímil. Si lo lograba, si dominaba el sutil arte del asesinato, se libraba del castigo y vivía en libertad. Un premio para el homicida modelo. (Terminado el episodio, Hitchcock avisaba de que el asesino había sido capturado y se había hecho justicia, pero como quien recuerda a alguien que tiene dentista a las cinco. Cosas de la censura.)
Pero a veces el asesino no estaba a la altura de su arte. Había matado por pasiones bajas, no había observado las normas, o carecía del carisma necesario para el oficio. Entonces, sus fallos le delataban y acababa en la cárcel.
(De estos capítulos, que son muchos, recomiendo el brillante Un sábado lluvioso, de la segunda temporada: una familia aristócrata de la campiña inglesa debate, mientras toma té, cómo librarse del cadáver de un profesor que ha matado la hija pequeña. La teorización del asesinato más hilarante de la época.)
En la otra mitad de capítulos, el crimen se cometía al final, tras veinte minutos de tensión o de justificación. En ellos, la muerte es la explosión definitiva de la tensión narrativa. Llegaba como un azote de ironía cruel(tras plantearse un descabellado homicidio, el protagonista acaba matando a un inocente), o como el giro argumental definitivo. El espectador perdonaba o condenaba al protagonista en función de lo que había visto.
Esos eran los capítulos más humanos. Los protagonizaban personajes, no cadáveres, y la trama se permitía explorar a fondo cualquier conflicto. Eran redondos.
(Recomendaciones: El gran varapalo, de la primera temporada. O, mejor aún, De mortius, en el que dos amigos ven a un vecino tapando con cemento un agujero del sótano y asumen que se está deshaciendo de su mujer infiel. Tan comprensivos son con su vecino que al final, cuando la desleal fémina vuelve a casa vivita y coleando, éste liquidarla y enterrarla en el sótano.)
Era una gran serie. Se hizo un remake en los años 80, con Hitchcock ya muerto, y resucitado con un falso technicolor que sólo subrayaba que no pertenecía a esa década. La nueva serie no teníaesa inocencia típica de los años 50, necesaria para generar tensión. Ni esos personajes que se ponían corbata para desayunar y hablaban de matar entre sorbitos de bourbon. Ni esas tramas a veces predecibles (el primer plano del capítulo anuncia dónde está escondido el revólver o dónde va a acabar el veneno), pero siempre encantadoras. Hasta la cabecera perdió encanto.
En los 80 la violencia ya había llegado la violencia, y el asesinato perdió toda la gracia. Era el turno de Twin Peaks y CSI.
En las series actuales me da miedo mirar el marcador del reproductor de DVD porque siempre delata cuánto se van a dejar en el tintero los guionistas para el capítulo siguiente. En esta no. En esta me permito miraditas fugaces para ver cómo, según se acerca al minuto 21, la trama se va preparando para ese giro final que le dará la vuelta a todo. No conozco mayor placer catódico.
El asesinato, efectivamente, puede ser muy divertido.
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