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OJO DE PEZ
Crónica
Texto informativo con interpretación

Cacahuetes y panzada verbal

“Cocovet torrat!”, voceaba en el estadio con voz de martillo y las vocales chafadas un hombre grueso con una cesta grande

Un cucurucho de 'cocovets torrats', cacahuetes tostados.
Un cucurucho de 'cocovets torrats', cacahuetes tostados. Joan Sánchez

Cocovet torrat!”, voceaba en el estadio con voz de martillo y las vocales chafadas un hombre grueso con una gran cesta de palmito estibada de cacahuetes. Llevaba la mercancía —los curiosos frutos secos, con caparazón-cáscara ligero— una dosis contra los nervios o el aburrimiento en el espectáculo de masas.

Eran cocovets, kakavets, cacauets, según las raras pronunciaciones populares locales isleñas, gérmen de ideolectos. Los nativos mediterráneos adaptaron con gozo el fruto que crece bajo tierra, que es de América donde también le dicen maní o peanut, la base de una mantequilla sin unanimidades.

Cacahuete (tostado entero, no salado ni refrito pelado y pringoso) era/es sinónimo de entretenimiento, alimentación curiosa, un vicio menor, y una palabra-proyectil, una imagen usada para describir exageradamente, peyorativamente a veces, desde un gol, un chut, un gesto sexual, una pifia o una persona de relatos plúmbeos, aburridos, repetidos y más que pelmazos.

El cocoveter, el vendedor ambulante y su mercancía tostada (una imagen costumbrista, ida) en las tribunas dominicales en los campos de fútbol, generaba interés —motivaba curiosidad— tanto o más que el portero, y seguro más que los presidentes y entrenadores, a no ser para silbarlos. El micro fruto seco no era una comida de cada día, era el aderezo de un lugar y un momento determinados.

El hombre de la cesta quizás iba con babero blanco para hacerse notar entre la masa. No seguía con la mirada el rumbo de la pelota de los goles, andaba de espaldas al césped (?), de cara a la gente, subía y bajaba escalones y en cadena de manos entregaba el pedido de frutos a los de más arriba. Vendía medidas viejas insulares, almuds o medio almud, en cucuruchos, rulos, conos, de papel de estraza.

Antes que las camisetas, bufandas y banderas, —los colores de los equipos, iban en la piel o la cartera— los cacahuetes (y el tabaco) eran los detalles de las gradas de la tribuna del estadio (ya derribado). Entre pocos goles, nervios o tedio, los domingos por la tarde un hombre gordo, iba llamando y repartiendo “¡cacahuete tostado!” (cocovet torrat!). El cocoveter, torroner, gelater ambulante era pieza del paisaje urbano de ciudades y pueblos.

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Los jóvenes impertinentes se llevaban al pueblo aquel grito “¡cacahuete/cocovet torrat!” y a pesar de que no hay casi cacahuetes ni cocoveters aquella voz alguna vez resuena con ironía y surrealismo.

En Muro, Santa Margalida y Sa Pobla, por ejemplo, tierras planas y de huertos de Mallorca, todavía se cultivan y tuestan bien cacahuetes de proximidad, al estilo tranquilo que corresponde a la delicadeza de la anécdota de su consumo, aunque darle un tono gastronómico quizás es demasiado pretencioso.

Un puñado de frutos sin quemar, ni medio crudos ni mal cocidos, con el gusto y color precisos, en su punto excelente, es una apuesta para la calma, una excusa para el diálogo. Los cacahuetes 2018 de Muro fueron la coletilla al menú rural de embutidos y panades de guisantes en la cita con un vocero tropical conocido. (Es una rareza la bolsa doméstica, privada no comercial, de cacahuetes autóctonos.) Abrir los cocovets ligeros, apartar la cáscara, tomar los frutos, quitarles su piel, ahuecar la palma entre el vacío y la boca es la mejor táctica —por ejemplo— para hacer ligero un monólogo histórico fundamentalista, romántico, biográfico, reiterado y apasionado de un viejo/joven comunista que predica la fe de su paraíso resistente, en Cuba/Venezuela, su utopía internacionalista desvanecida.

Tomeu Sancho

Él orador, Tomeu Sancho, que era dicho Tolstoi y tiene 83 años, cada medio año tiene la tribuna abierta a la Villa mallorquina de la Beata, encabeza una mesa larga para decir la suya durante una hora o más, debatir poco, y catar emocionado las panades y cocovets de su niñez que añora en La Habana o Caracas.

Unos cacahuetes excelentes (y el perfume distante de un cigarros cubano muy bien ligados) justificaron una ruta de 85 kilómetros también. Cruzar la isla. Aquella fiesta, una cita-coloquio, una cierta ceremonia histórica, en la mesa y los sonidos fue asimismo una bacanal verbal. Una panzada amable de frutos secos y el ruido de palabras en conserva. Ahora Tomeu Sancho anuncia sus memorias de agente secreto de Fidel Castro en los 60.

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