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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Prensa y terrorismo

Los medios de comunicación no pueden desconocer el papel que les ha tocado jugar. Su obligación es informar, independientemente de las hipótesis que se puedan hacer sobre a quién beneficia

Josep Ramoneda

La prensa francesa ha reabierto el debate sobre el papel de los medios ante la cuestión terrorista y Bernard-Henri Levy defendía en estas mismas páginas la conveniencia de mantener en el anonimato a los terroristas o reducir al mínimo la mención de los criminales. Los medios de comunicación, aún sin quererlo, juegan un papel determinante en la estrategia terrorista (y por ende en la respuesta antiterrorista). La esencia del terrorismo es imponer el terror, desnaturalizar a la ciudadanía por la vía del miedo, convertirla en rehén de sus amenazas, y, en la sociedad de la información, su éxito está en la capacidad de operar a través de los medios. Puesto que no disponen de medios propios en las sociedades occidentales la acción terrorista está cada vez más pensada en función de cómo se va a propagar a través de los nuestros. No basta con matar, hay que crear un acontecimiento excepcional, conforme a las leyes de la sociedad espectáculo, que capture el interés informativo y se imponga de modo arrollador en las audiencias.

El ataque del 11-S a las Torres Gemelas es el icono de un terrorismo de la imagen difícilmente superable en su capacidad de impacto, hasta el punto que dejó en segundo plano al avión que se estrelló contra el Pentágono y al que cayó en Pensilvania. La explotación del imaginario del terror sigue siendo objetivo prioritario de los atentados yihadistas. Obviamente, los medios de comunicación no pueden desconocer el papel que les ha tocado jugar. Su obligación es informar, independientemente de las hipótesis que se puedan hacer sobre a quién beneficia. Y no tendría sentido que por no favorecer a los terroristas se minimizaran acontecimientos de tanto impacto social. Pero los medios tienen criterio y contexto, es decir, obligaciones con los ciudadanos y con la coherencia con los valores que defienden. En un universo muy saturado de actores, la tentación del sensacionalismo está a flor de piel. Y, a menudo, no se evita la pendiente del morbo innecesario. Siempre he pensado que no hay que ocultar a las víctimas, porque su reconocimiento es esencial para la empatía, pero también que hay que ser extremadamente prudente a la hora de hacerlas visibles.

La violencia terrorista —como otras formas de violencia— es contagiosa y puede producir efectos epidémicos. La osadía de uno puede envalentonar a otros. Más aún en un caso como el que nos ocupa, en que el terrorista es jaleado por los suyos como un héroe. La tentación del reconocimiento universal, aunque sea póstumo, es muy grande en personas que buscan desesperadamente ser alguien. Como criterio, me parece razonable evitar las imágenes de los terroristas, no facilitar su consagración icónica como gloriosos soldados que han alcanzado la recompensa suprema. Discrepo, sin embargo, de la idea de silenciar sus biografías. No todos los casos son iguales: no es lo mismo un fanático organizado, una persona desequilibrada o un mal llamado lobo solitario. Y meter todas las acciones bajo la misma etiqueta es dar triunfos al ISIS y contribuir a la magnificación del monstruo, dándole un carácter todopoderoso que puede servir para justificar determinadas estrategias de respuesta, pero que no se corresponde con la realidad y además aumenta el pánico y el miedo ciudadano (objetivo primordial de los terroristas) Saber quiénes son los terroristas, casi siempre autóctonos, es necesario para sensibilizar a la sociedad sobre la manera de afrontar eficazmente el problema, más allá del discurso belicista, signo inequívoco de impotencia.

Sin duda, este debate es relativamente ocioso en tiempos de las redes sociales. Es imposible poner puertas al campo. Y en régimen de libertad de expresión lo principal es la responsabilidad de cada director, de cada periodista, al explicar los hechos, pero también las políticas antiterroristas. Aquí está mi punto de discrepancia. Estas sugerencias de autocensura se inscriben en una estrategia determinada: la que asume como doctrina el discurso de la guerra. “En la guerra como en la guerra”, escribe Lévy. ¿Qué guerra? ¿Contra quién? Borrando el rostro a los terroristas, lo metemos todo en un mismo saco y otorgamos al ISIS el inmerecido título de gran enemigo. Entramos en su juego. Y así se pasa, con suma facilidad, del ISIS al Islam y de la democracia a la excepción autoritaria.

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