El ‘Prestige’ se hundió porque quiso
La sentencia es propia de la Edad de los Combustibles Fósiles. Un fósil, en sí misma. Blanquea la actitud del gobierno de entonces y envía un mensaje patético a nivel internaiconal

La sentencia sobre el Prestige lleva por fecha el 13 de noviembre de 2013, justo en el undécimo aniversario del desastre, pero en realidad es un documento de la era prePrestige. Una sentencia propia de la Edad de los Combustibles Fósiles. Un fósil, en sí misma. El relato es inverosímil. Todo parece fruto del azar y no existe la causalidad. Se formula, de forma indirecta o inconsciente, una especie de doctrina de la irresponsabilidad ambiental. Se blanquea la actitud de un Gobierno que nunca reconoció la realidad de una marea negra que afectó al menos a 1.600 kilómetros de costa. Se envía un mensaje patético a nivel internacional. En un peritaje modélico, los daños habían sido evaluados en 4.328 millones de euros. Pero al no haber responsables, no ha lugar a reclamación. Es decir, los daños no existen. En un anterior auto de la Audiencia, en el que se imputaba por vez primera a un político, José Luis López-Sors, se decía sobre la gestión gubernamental del desastre: “Peor, imposible”. La sentencia, puro conformismo, puede interpretarse ahora como un elogio de esa actuación. El mar puede con todo.
Bienvenidos a la prehistoria de la injusticia ambiental.
En aquellos días de otoño del 2002, el entonces ministro de Defensa y héroe de Perejil, Federico Trillo, propuso bombardear el barco. Visto lo visto, fue una lástima no haberle dado más cancha a nuestro comandante jurídico. Hoy tendríamos, por lo menos, la viñeta espectacular de un hundimiento causal, la certeza de un hombre con huevos y al mando y tal vez un proustiano conde del Prestige para celebrar este tiempo perdido.
La de Trillo fue una de las muchas declaraciones memorables en el florilegio del Prestige, aunque tuvo que competir con una alta jerarquía en plena inspiración, desde el ramalazo beat de Aznar (“Son perros que ladran su rencor por las esquinas”) al insuperable haiku de Rajoy (“Unos pequeños hilitos / solidificados / plastilina en estiramiento vertical”). Con todo, me quedo con la brillantez del aforismo del entonces delegado del Gobierno en Galicia, Arsenio Fernández de Mesa: “Hay una cifra clara, y es que la cantidad que se ha vertido no se sabe”.
Hubo dos mareas negras. Una, física, brutal, con sucesivas embestidas de los miles de toneladas del fuel de la peor calaña, de uso prohibido en Europa. Y otra marea de intoxicación pública, usando el lenguaje a la manera de la Neolengua de Orwell, donde lo que se afirmaba significaba su contrario. La complejidad de este juicio, con una instrucción más que precaria, no permitía alimentar muchas esperanzas, aunque el caso Prestige era una oportunidad extraordinaria de crear un referente y ensanchar la mirada jurídica contra la gravísima violencia medioambiental. Pero les salió un fósil. El lenguaje es propio de la Neolengua. Y así dicen de la acción gubernamental: “Se tomó una decisión discutible, pero parcialmente eficaz, enteramente lógica y claramente prudente”. ¡Chapó!
El Prestige no llevaba “rumbo suicida”, dice también la sentencia, en contradicción con el anterior auto de la Audiencia. En Portugal, a modo de elegante eufemismo, suele decirse del suicida: Morreu porque quiz. Eso es lo que le pasó al barco. No hubo ni habrá responsables. Se hundió porque él quiso.
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