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CRÍTICA | DANZA

Valores de la esencia y el compás

Vuelve a la Gran Vía Farruquito, un bailaor excepcional, a quien se ve hoy de distinta manera

Vuelve a la Gran Vía un bailaor excepcional, a quien se ve hoy de distinta manera a cuando debutó, de manera fulgurante ya como adulto, hace poco más de una década. Juan Manuel Fernández Montoya sigue siendo una fuerza de la naturaleza, un donado para el baile de rigor con su rito y su secreto, capaz de encantar a entendidos y legos, con ese imán reservado a los grandes. Nadie duda de su lugar, algo que se ha ganado, y se puede decir, que ha recuperado tras los desgraciados avatares y contingencias de la vida. Farruquito lucha por su lugar en la vida y en la escena, y cuando levanta con cierta ansiedad la mirada hacia las bambalinas, se entiende el ruego, la urgencia de una oportunidad que nadie tiene derecho a negarle.

El artista en cuestión es un resumen vital de los valores de la esencia del baile flamenco de tradición, enfrentado de manera brusca a los efectos y defectos de un espectáculo al que falta refinamiento, control estético y dirección teatral. Farruquito es grande, y por ello precisamente, debe cuidar el marco donde él se sabe motivo central de la pintura.

Farruquito, al mismo tiempo, está dando todo de sí porque eso que vemos es todo lo que sabe hacer de manera excelsa, y hay cosas que las hace, por natural, de maravilla. No domina el espacio escénico, la dimensión planimétrica de un escenario grande, pero a la vez, cuando centra los bailes, persigue los ritmos y los atrapa hasta ceñir una figura indisoluble entre ritmo y movimiento, podemos hasta olvidar la carencia de una formación teatral que no tiene que ver con ser más o menos purista, sino con la conciencia propia de lo que se quiere representar, hasta dónde se quiere llegar.

No deja de ser este Baile Flamenco una obra en familia, siguiendo unos cánones vernáculos donde lo añejo llega a ser un lastre más que un adorno sanguíneo. En una escenografía sencilla e imaginativa, donde una grada en semicírculo quiere evocar el tentadero con sus sillas de enea crudas y su señalado albero como círculo mágico central, un generoso Farruquito quiere compartir la velada con su primo Barullo (Juan A. Fernández Montoya), un bailaor venal y entregado, expeditivo y, por momentos, fuera de contexto. Pasa lo mismo con las bailaoras Gema María Agarrado Moneo e Irene Bazzini (La Sentío) que evidentemente no están del todo cómodas y hay que extrapolarlas al y desde el tablao, donde seguramente tendrían un destaque y un brillo que aquí se esfuma y se distancia. Tanto es así, que se vuelve al tema original del escrito: la proporción espacial como parte básica de una obra de danza, sea del estilo que sea. Y acentuemos que hay algo vigoroso hasta lo prosaico en ese estilo que es una de sus marcas vitales, de su sello y acaso de su encanto visceral.

El orden de los números se empeña en lo cronológico, pero es evidente que empezar con la Farruca habría surtido un efecto balsámico sobre el espectador. Cítese su zapateado como una consunción extenuante, pero a la vez equilibrada del ejercicio de percutir el suelo, de apiñar figuras y variaciones con virtuosismo y personalidad hasta el punto de que casi falta físicamente dónde colocar tanto color. Una belleza de fragmento.

En cuanto al cante, ganó por derecho el de las mujeres, María Vizarraga Giménez (Mari) y Fabiola Pérez Rodriguez, cuyo gusto y hasta afinación estuvo muy por encima del de los hombres.

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BAILE FLAMENCO

Coreografía y dirección: Farruquito; luces y escenografía: Óscar G. de los Reyes; vestuario: Isabel de la Rosa Amaya, Justo y Pedro Algaba. Teatro Compac Gran Vía. Hasta el 22 de abril.

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