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Columna
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Lo mejor

Durante un par de los pasados días, imponiéndose a las noticias deportivas y a aquellas que contienen sexo, violencia o simple amarillismo adolescente, una información muy distinta encabezó la lista de éxitos -lo más valorado, no sólo lo más leído- de la versión digital de este diario. Nos hicimos, entusiasmados, yo entre los demás, con el final razonablemente feliz de la epopeya de Pedro y Violante, dos octogenarios de Murcia, que iban a ser desalojados de la casa con huerta y animales en la que han vivido hasta ahora para permitir la construcción de una gran avenida. El juez que impidió que el matrimonio en cuestión fuera trasladado a un piso -habitáculo extraño para quienes crecieron enraizados en la tierra-, y que detuvo temporalmente el avance demoledor de las máquinas de una gran inmobiliaria, ese juez poco podía imaginar que su dictamen -exigir para la pareja una vivienda similar a la suya, para que acaben tranquilamente su tiempo- ganaría la atención de lo que ya podemos llamar espectadores, más que lectores.

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Condenados a desaparecer

Espectadores, sin connotación peyorativa, sino definitoria. El mundo transcurre en la pantalla del ordenador que ya no ordena nada, que acumula, y uno, aunque puede intervenir opinando, sólo asiste -la reflexión vendrá después, si llega- al espectáculo de las vidas cruzadas. Uno se acostumbra a que chismes y sucesos ocupen el lugar que antaño pertenecía a crucigramas y similares, y a ratonear en pos de una mamada de Paris Hilton, una rabieta de Fernando Alonso o un ciclón con muchos muertos. Pero cuando brilla un destello humano -la lucha de David contra Goliat, la reparación de una injusticia- surge en la mayoría de nosotros algo que ha sobrevivido a la banalidad, algo misterioso y real. El corazón, o lo que por ello entendemos.

Y es entonces cuando saltamos de ¡Mira quién baila! al Arte y Ensayo.

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