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Columna
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Muy larga

Estamos llenos de tabúes ridículos que nos mantienen presos sin siquiera advertirlo, como pececillos nacidos en una pecera que dan vueltas y más vueltas sin saber que al otro lado del cristal prosigue el mundo. Y uno de estos tópicos es el que impide publicar que alguien ha muerto de cáncer. Después de una larga enfermedad, es el eufemismo habitual. No lo entiendo: ¿por qué callar el cáncer? Se diría que sólo se habla abiertamente de esta dolencia en los casos perdidos, como, por ejemplo, el de Antonio Vega, cuya biografía ya tenía cosas peores, como la droga.

Es increíble que el cáncer siga estigmatizando de algún modo a quienes lo padecen. Dado que no es contagioso, me pregunto de dónde nace ese recelo. Sontag y otros dicen que el enfermo oncológico es visto (erróneamente) como culpable de sus tumores, pero no creo que ése sea el origen del rechazo social; los enfermos de corazón, con su colesterol y demás zarandajas triglicéridas, podrían ser considerados igual de responsables, pero una cardiopatía no resulta oprobiosa. Quizá lo que repele del cáncer es la posibilidad de un sufrimiento en efecto muy largo. Y el deterioro físico visible provocado por algunos tratamientos. Sin pelo, sin cejas, débil y ojeroso, el enfermo vendría a ser como la calavera de los cuadros barrocos, un recordatorio de la muerte y del dolor. Algo que nos produce un pavor tan irracional que preferimos no enterarnos. Y así, a fuerza de cerrar los ojos como niños aterrados, ignoramos que en realidad el cáncer son muchas patologías diferentes. Que a menudo la dolencia no es mortal y ni siquiera deteriorante. Y que, cuando lo es, forma por desgracia parte de la vida, y no es bueno ocultarlo, ni para los enfermos ni para los (todavía) sanos. Sí, la existencia es breve y las enfermedades pueden ser largas. Pero aún son más largos los prejuicios.

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