Nosotros
Los escándalos de corrupción acabaron con la era socialista de Felipe González. Él mismo lo ha admitido con el tiempo, como también ha admitido (cosa que creo) que su tendencia a delegar en otros contribuyó a formar a grandes políticos pero también a que se cometieran muchas tropelías que no estaban sometidas al necesario sistema de control. De cualquier manera, una sociedad civil que aún tenía por costumbre reaccionar ante los malos usos de una joven democracia castigó al jefe, que es, al fin y al cabo, el último responsable.
Los años han demostrado que de aquella experiencia no se obtuvo ninguna enseñanza. Desde entonces, la corrupción ha tocado prácticamente a todos los partidos que han tenido algún tipo de responsabilidad. De la local a la autonómica, los casos no han dejado de sucederse. Cierto es que hemos visto entrar y salir de los juzgados a más de un alcalde o un presidente autonómico, pero el triste resultado es que a día de hoy la corrupción, que a mi entender incluye cualquier aprovechamiento que se haga de un cargo público, ha llegado a normalizarse de tal manera que nadie piensa que pueda afectar en el curso de unas elecciones generales.
Los ciudadanos tenemos derecho a señalar que a la práctica de la corrupción se añade la sinvergonzonería con la que los políticos la aceptan, a sabiendas de que no les va a costar un voto. Pero ¿y nosotros? Los votantes nos hemos contagiado de tal manera del partidismo obtuso que pocas veces castigamos en las urnas a los nuestros. A ellos se les paga por tener una responsabilidad, pero ¿y la nuestra?
Si la sociedad civil ha limitado su activismo a votar cuando toca y vota sin ningún sentido crítico, para qué reclamar transparencia. Los ciudadanos se merecen una democracia limpia, pero este sistema imperfecto solo funciona si tiene ciudadanos que asumen su papel correctivo.
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