"La crisis viene del norte; no ahorren con nosotros"
La abuela tuvo 25 hijos y presumía de recordar bien el año de nacimiento de cada uno. En el trópico húmedo nicaragüense parir y criar es un empleo fijo hasta que se jubila la fertilidad. Como la abuela no paraba y sus hijas empezaban pronto, los embarazos coincidían. Elba Rivera vio la luz el mismo año en que su abuela traía al mundo a otra de sus tías. Pero nadie en toda la familia ha sabido nunca leer ni escribir y confían a la memoria la fecha de cada alumbramiento. Por eso no sabe su edad. Su madre dice que 45 y su abuela, que 47.
¿Para beber? Como no hay zumo de fruta natural agotamos dos frascas de agua del grifo. Y pedimos una tercera. La camarera va riéndose escaleras arriba. Han quitado la música que sólo vuelve cuando llegan más clientes.
Esta maestra es parte del W-8: ocho mujeres elegidas para recordar al G-8 sus promesas
Así que: Elba Rivera, de 45 o 47 años, nicaragüense, activista ecológica, master en Educación y Ciencias Políticas por la Universidad de Tübingen (Alemania), fundadora y maestra de una escuelita en su comunidad. Y ahora, miembro del W-8, un grupo de ocho mujeres de todo el mundo seleccionadas por Oxfam Internacional para recordar a los líderes del G-8 que hicieron una promesa: dedicar el 0,7% de los presupuestos al desarrollo de los países pobres.
"La crisis la ha provocado el norte, que no ahorren ahora con nosotros". Dicho queda. Ahora la declaración de amor. Rivera cruza los brazos sobre el pecho en señal de promesa solemne: "Zapatero es nuestro hombre. Es el hombre de la esperanza. Él va como invitado al G-8 y debe llevar nuestro mensaje. También cuando sea presidente de la UE". Ahora, Rivera se autoabraza y, llenándosele la boca, remata: "Zapatero es mi hombre". Y suelta la risa.
Pregunta qué es eso de escabeche y recibe las explicaciones precisas: "Pues yo, codornices", pide al camarero. Y está echando de menos el gallopinto (arroz y frijoles). Pero tiene que transmitir al mundo su mensaje. "Si el norte no hace nada seguirán recibiendo inmigrantes, porque nadie se muere de brazos cruzados. Y del gobierno que ustedes elijan dependerá lo que nos pase a nosotros. Mira si no cuando estaba Bush".
Rivera no es una activista cualquiera. Sabe muy bien de qué está hecha la miseria, porque se crió en el barrizal que dejan en la selva nueve meses de lluvia incesante. Su padre nunca tuvo dudas sobre dónde debían estar las mujeres: en la cocina criando hijos. Pero a su madre, Eva Urbina, una idea le daba vueltas en la cabeza: "Leer es hablar con las letras. Si alguien aprende a leer, algo tiene que pasarle". Y cuando Rivera tenía seis u ocho años, agarró a los cinco hijos que tenía por entonces y se fue al pueblo, dejando al marido solo en la selva. Metió a la niña en la escuela hasta que supo escribir y leer unos monosílabos. La alumna garabateó en una carta una dirección y encontraron a la abuela, que nadie sabía dónde paraba. Para la madre era suficiente. Volvió a la finca y siguió teniendo hijos.
La revolución sandinista sacó de los institutos y de la universidad a los estudiantes y los mandó por el país en misión pedagógica. Ella se reencontró con el papel y el lápiz de adolescente. La niña puñetera ya no se iba a casar, así que el padre la dejó seguir con los estudios. Un alemán pidió su mano cuando cumplió 20 o 22 años. "Pero cómo se va usted a casar con ella, si ya es mayor", le contestó el padre. Han tenido dos hijos, un récord en la familia.
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