México
Un tribunal ha constatado la muerte de Franco. Qué risa, dicen algunos. Yo prefiero reírme de otras cosas. "Déjate mandar. Déjate sujetar y despreciar. Y serás perfecta". Parece un contrato sadomasoquista, pero es un consejo de la madre Maravillas. ¿Imaginan el goce que sentiría al caer en manos de una patrulla de milicianos jóvenes, armados y -¡mmm!- sudorosos? En 1974, al morir en su cama, recordaría con placer inefable aquel intenso desprecio, fuente de la suprema perfección. Que la desbeatifiquen, por favor. A cambio, pueden beatificar a Bono, porque la pequeña vanidad de su implante capilar es pecado venial frente a tamaña perversión.
Ríanse. Es lo mejor porque, más allá de la risa, se extienden el llanto y la úlcera de estómago. Quizás, también, el exilio de este país humillado, que debería ser el nuestro, pero no nos pertenece. Sus eternos propietarios, entre ellos quienes hacían el saludo fascista para celebrar el ingreso bajo palio de un asesino en sus templos, siguen disfrutándolo. A los demás nos queda madrugar, y que los capataces, con toga o sin ella, de los señoritos obispos, nos señalen con el dedo para decirnos si hoy trabajamos o no. Últimamente, es que no.
A mí, Franco no me da risa ni muerto. Y si la legalidad es que la amnistía del 77 sirva para exculpar, entre otros culpables, a quienes mataban a manifestantes pro-amnistía, esa legalidad me parece una tragedia. Pero que nadie se equivoque. No es cuestión de jurisprudencia, sino de política. El Parlamento hace las leyes, y si hace falta, las deshace, y los jueces se limitan a aplicarlas. Por eso, cada vez es más difícil vivir en una democracia que desprecia su propio honor, para reverenciar sumisamente el de sus verdugos. Habrá quien, como Maravillas, le vea la gracia a esta humillación. Yo no, así que, por si toca exiliarse, me voy pidiendo México.
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