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Columna
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Mentirosos

El otro día, viendo en un teatro madrileño el estupendo espectáculo del mago Anthony Blake, me puse a pensar en la naturaleza de la mentira. El mago, como el escritor, engaña con la complicidad del engañado; todos estamos dispuestos a ser momentáneamente embaucados para sentir emoción, para crear belleza. Estoy hablando de la mentira artística, y en ella hay más veracidad que en muchas verdades. Pero hay otro tipo de falsedades que pesan como el plomo y que no tienen nada que ver con la ficción poética.

Basta con asomarse a la televisión y asistir al áspero rifirrafe de la vida política para tener la desalentadora sensación de que en la España de hoy nadie dice la verdad ni aunque lo maten. Lamento criticar de nuevo a los políticos, porque meterse con ellos se está convirtiendo en un lugar común, en algo tan fácil como pegar a un niño; pero lo cierto es que, salvo excepciones, la vida pública española ha adquirido un tono general de mentira estridente que resulta difícilmente soportable. Como suele suceder con los grandes falsarios, todos se acusan mutuamente de engañar, pero cuanto más alardean de honestidad, menos fiables resultan. Aristóteles decía que, para ser convincente, era mejor utilizar una mentira creíble que una verdad increíble. Pero aquí ya ni se molestan en ser buenos farsantes y sueltan sin pudor mentiras increíbles, porque de alguna manera parece que mentir no importa, que la sociedad se ha resignado a ello como si fuera algo inevitable. Y así, al contrario de lo que sucede en otros países, aquí a los embusteros no se les piden cuentas: el panorama político está lleno de individuos que han sido pillados con la trola en la boca y que siguen sus carreras tan campantes. O sea, que también en este caso somos engañados con nuestra complicidad, pero no para crear belleza, sino por aburrimiento y desidia cívica.

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