Maternidad
Primero, suspender los anticonceptivos. En ese instante de responsabilidad, comienza la angustia. ¿Podré? ¿No podré? Luego, una rayita azul, una palabra en un papel, una angustia distinta. ¿Tendrá cinco dedos en cada mano, en cada pie? ¿Nacerá con hígado, con pulmones, con todos los órganos en su sitio? La legendaria dulzura de la espera es en realidad una infinita serie de pequeños y amargos sobresaltos. ¿Por qué está tan quieto, por qué no da patadas, por qué me duele aquí? Entretanto, la prodigiosa maquinaria de la naturaleza cumple su función sin equivocarse. Y nace un niño, una niña.
Un instante de paz, porque tiene 20 dedos, y sigue otro con los ojos, y responde a los estímulos previstos, y muchas más preguntas sin respuesta. ¿Por qué no anda, por qué no habla, por qué llora, por qué no duerme bien, por qué no gana peso? Y el niño, la niña, anda, habla, deja de llorar, duerme, engorda, crece, pero la angustia no se disuelve. ¿Por qué no tiene amigos, por qué nunca aprueba todas, por qué está tan rebelde? Hasta que llega un momento en el que el fruto de tantos temores acumulados se convierte en una persona autónoma, con ideas, con sensibilidad, con sentido de la responsabilidad. Una persona que se sube a un tren, o queda con un ex novio, o abandona a su pareja, o se enfrenta al portero de una discoteca, o va a una manifestación, y muere asesinada en un instante, en un instantáneo y supremo acto de maldad que corta de un tajo un hilo tejido con todo el amor, toda la angustia del mundo.
He pensado muchas veces en escribir esta columna. La escribo hoy porque no consigo arrancarme de la cabeza las imágenes grabadas dentro de un vagón de metro. La escribo pensando en la madre de Carlos Palomino. En las horas que faltan para que se publique, no sé cuántas madres más compartirán la desgracia de habérmela inspirado.
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