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Columna
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Corpus

Manuel Vicent

Sea uno creyente o agnóstico, hay que aceptar como un rito esotérico que, al granar el trigo al final de la primavera, se celebre una procesión muy solemne para exhibir al público por las calles un fragmento de pan dentro de una custodia labrada con orfebrería de oro, de un valor incalculable. Sin abandonar el espíritu pagano se puede entender que las jerarquías eclesiásticas y civiles, como los antiguos griegos y romanos, presidan esa parada en homenaje al símbolo del pan nuestro de cada día, que va a proporcionar calorías a ricos y pobres durante el año. Cada cultura, cada religión se sustenta en un alimento sustancial y en una droga específica. Lo nuestro es el pan y el vino, es decir, los hidratos de carbono y el alcohol. El cereal y la vid constituyeron en su tiempo la primera fuente de energía de la civilización grecolatina, que luego fue sacramentada por el cristianismo. Por eso fueron dedicados esos frutos a deidades propicias. La diosa Ceres se representaba coronada con espigas de trigo y el dios Baco tenía la cabeza trenzada con pámpanos y racimos de uva. Los cristianos sustituyeron el culto de Ceres por la fiesta del Corpus, en la que el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo. Sea como sea, los hidratos de carbono, único sustento del cerebro humano, merecen toda nuestra adoración, pero no hasta el punto que el Ejército español toque el himno nacional y les presente armas a la salida de la catedral de Toledo. Los creyentes hacen muy bien en arrodillarse al paso de la custodia con la Sagrada Hostia. Sea el Dios verdadero o el pan de todos lo que contiene el ostensorio, lo lógico es que no vaya acompañado de sables ni de bayonetas si después tiene uno que metérselo en la boca. Lo moderno es que ese día los cadetes les presenten armas a sus novias y se vayan luego con ellas a tomarse una ración de calamares. Pasado el Corpus llega la siega. Nadie discute que el pan sea dios, bien de trigo o de centeno. En las comunidades cristianas de base se consagra y se comulga bajo cualquiera de las múltiples formas con que se expende en las panaderías. Por mi parte adoro la antigua hogaza candeal con el triángulo divino trazado sobre su corteza crujiente, que emite esquirlas doradas al partirlo con el cuchillo usado con amor y nunca como un arma.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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