"Comíamos berzas y alguna rana"
Ramiro Santiesteban tiene 88 años, memoria de historiador, apetito de adolescente y la experiencia de haber vivido cuatro años en el centro mismo del infierno, en Mauthausen, y de haber salido de allí con el corazón entero y sin pudrir. Acude a la cita en compañía de su mujer, Eugenia Rueda, de 84 años, tan encantadora como él. Llevan juntos desde 1945. Ella le pasa parte de su comida: "Le gusta sobre todo el dulce, je, je".
Hace unas semanas, Santiesteban fue convocado por un juez de la Audiencia Nacional, junto a dos compañeros del campo de concentración, para ayudar a identificar a tres guardias de la SS. "Nos enseñaron fotos del campo. Que si me acordaba, que qué era esto y qué esto otro. Que cómo se vivía allí". ¿Reconocieron a alguien? "No nos enseñaron fotos de ellos. Pero después yo las vi en un periódico y uno de ellos sí me suena, pero ha pasado tanto tiempo, es demasiado tarde, recuerdo que...". Medita un momento. Luego, prosigue: "... Allí había un guardia como éstos que ahora denuncian, era yugoslavo. Un día me preguntó señalándome un barracón: '¿En esa barraca quién hay?'. Yo preferí hacerme el tonto y contesté que no lo sabía, aunque sí sabía que había yugoslavos. Me explicó que a lo mejor estaba dentro su hermano, que no quiso enrolarse cuando Alemania invadió Yugoslavia y huyó. 'Yo me acobardé y me enrolé', dijo".
El superviviente de Mauthausen ayuda a la Audiencia en la identificación de guardias de la SS
Uno podría (debería) quedarse un día entero escuchando los recuerdos vivísimos de Ramiro, reconvertidos casi en fábulas con trasfondo moral. "Un día, un joven de la SS, que eran los peores, me dijo: 'Limpia el suelo que me rodea de nieve, que hace frío'. Yo sabía que era una trampa: si me acercaba a menos de seis metros, él tenía orden de matarme de un tiro. Así que le pedí que se apartase. Se apartó, refunfuñando. Luego, por la tarde, se acercó a mí. Era raro, porque ellos no podían hablar con nosotros. Me dijo: 'Hay que ver, si no fueras tan listo, tú estarías en el crematorio y yo, con un día de permiso, porque nos dan premio si os matamos. Pero ahora que te conozco, no lo haría'. Entonces comprendí por qué les tenían prohibido hablar con nosotros: para no vernos como personas".
Llegó a Francia desde Santander en la Guerra Civil huyendo de las tropas franquistas. A los 17 años, junto a su padre y su hermano, se alistó en el Ejército francés para luchar contra Hitler. Fueron hechos prisioneros en la frontera belga y trasladados los tres a Mauthausen: "Lo peor era estar con alguien de tu familia. Un día, mi hermano y yo vimos cómo castigaban con duchas frías y palos a mi padre: los compañeros nos sujetaban en la formación para no salir. No hay nada peor que eso". Lograron sobrevivir gracias a la inquebrantable solidaridad que existía entre los cientos de presos españoles. "Eso es algo que los otros grupos no hicieron", dice, con orgullo de español este hombre que siempre vivió en el exilio.
Habla con su memoria precisa de las muertes de los judíos ("duraban muy poco, los mataban a los pocos días de llegar"), de la comida ("berzas con agua, y alguna rana"), de las formaciones "a 20 bajo cero, con un jersey casi transparente", de los distintivos ("los españoles, un triángulo azul; los judíos, uno amarillo; los políticos, uno rojo, y los homosexuales, rosa"). Los liberaron los americanos. Volvió a París, se curó de milagro, perdió a su padre, conoció a Eugenia, entró en Renault, vivió...
Como todo goloso, se come la almendrita con chocolate que ponen con el café. Después salen los dos a la calle. Parecen dos ancianos normales caminando por París. Lo son. La historia lo intentó, pero no los ha destrozado. Tienen un hijo, dos nietos y dos bisnietos.
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