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El siglo sin cabeza

El fuerte descenso bursátil de los valores en nuevas tecnologías, ¿no indica la poca confianza en el porvenir? ¿Valen o no valen esas tecnologías para desarrollar nuestro futuro? Las elevadas dudas sobre la aportación positiva de lo nuevo equivalen a un bajo concepto sobre el progreso. Muchas de las actuales novedades científicas y técnicas -la ingeniería genética, la clonación, la inteligencia artificial- son tan celebradas como temidas. En medio de los aplausos se bate el pavor de ser anulados con su designio.Sucede así, efectivamente, con Internet. Internet ha sobrevenido sin que existiera una demanda previa y ha crecido desbordando el tempo que permitiría calibrar sus consecuencias. Ahora se halla aquí formando una vasta realidad donde nosotros los usuarios, lejos de acudir en busca racional de sus servicios, nos vemos envueltos por ella. En diferentes sentidos, Internet se comporta como los virus misteriosos que ahora atacan desde inesperados confines. El virus brota sin aparente eslabón, arremete sin anuncio y cunde como una encendida epidemia. Día tras día la acción vírica o de Internet se expande hacia un mayor número de personas y de parajes y el grado de influencia sobre nuestras carnes o nuestras mentes no puede predecirse. ¿Cómo no experimentar pavor? No sólo constatamos que no podemos detenerla, tampoco es fácil de entender. Actúa como una fuerza autónoma que se impone con la misma ley fatal de la naturaleza y reproduciendo también la tendencia de nuestro presente proclive al poder autónomo de las cosas. Al poder autónomo del Virus, de Internet o del Mercado. Actores de la misma clase, determinante y fatal, al margen de cualquier proyecto humano y fuera de cualquier planteamiento dirigido a mejorar el bienestar común.

Mercado o Internet -como el misterioso proceder de los virus misteriosos- parecen pertenecer a una suprarrealidad ajena a cualquier planteamiento a nuestro alcance. Nunca, por eso, el supuesto progreso de nuestra historia, en proporción a las posibilidades, nos ha pertenecido menos. Mientras existieron las utopías el porvenir podía medirse en relación a su logro pero hoy, sin referencias, el futuro ha tomado una deriva propia, extraorbital, al margen de nuestros deseos. El mundo se ha liberado de sus habitantes y acelera su marcha despojado ya de cualquier destino y de responsabilidad moral. No es extraño, por tanto, que evolucione más deprisa y, de vez en cuando, enseñe comportamientos suicidas o ensimismados.

En el fondo, esta autonomía deriva de una idea que inspira a su vez a la ecología. Llegados al punto en que se recela de la acción de los hombres, aparece un pensamiento naturista que sólo confía a las fuerzas espontáneas de la Naturaleza su desarrollo feliz. Pero dejando el mundo natural a su antojo se llega, poco después, a confiar la marcha económica a los poderes del mercado; y la interrelación social a los efectos incalculados de Internet. El conservacionismo respecto a la naturaleza se ha trasladado en forma de pasividad a otras esferas. El laissez faire, la no intervención, la idea de preservar lo preexistente conduce a la misma conducta sin plan motor. Mercado, Naturaleza, Comunicaciones, se alzan como paradigmas absolutos de la posmodernidad. Grandes dogmas a consentir en la encrucijada de un progreso que no sabe o no pretende alcanzar ninguna meta. Un progreso sin cabeza ni razón, emancipado de la voluntad humana y sujeto a su improvisada ruta.

O, en suma, este nuevo tipo de progreso funciona de igual manera a como se conciben hoy las máquinas inteligente de última generación. Tan capaces por sí mismas de analizar, diagnosticar y resolver, que excluyen toda participación de la mente humana. ¿Cómo no pensar, por tanto, que el siglo XXI se inaugura con nuestra dimisión, nuestra contemplación y nuestra anuencia de culpables y víctimas?

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