Con primarias, líder fuerte y partido vacío
Elegir al candidato en las urnas es una fórmula exitosa en sistemas personalistas - En Europa, el modelo lleva a situaciones como la bicefalia
La mayor parte de las Constituciones democráticas posteriores a la II Guerra Mundial optó por reconocer el papel mediador de los partidos en la formación y la canalización de la voluntad política de los ciudadanos. Una apuesta que hoy puede parecer evidente, pero que, en su momento, no carecía de riesgos si se toman en consideración las reflexiones que los partidos políticos habían suscitado. "Debemos entender por partido político -escribió Max Weber (1864-1920)- la asociación fundada en una adhesión (fundamentalmente) libre, constituida con objeto de atribuir al jefe una posición de poder dentro de un grupo social y a los militantes activos la posibilidad (ideal o material) de perseguir fines objetivos o ventajas personales, o ambas cosas al mismo tiempo". Desde finales del siglo XX y principios del XXI, los temores que parecen adivinarse en la definición de Weber, las crudas alusiones a "jefes", "posiciones de poder", "ventajas personales", se habrían hecho realidad, y la impresión hoy generalizada es que los partidos estarían fracasando en el cumplimiento del papel mediador que les asignaron las Constituciones democráticas.
La fórmula nació para evitar el peso de las oligarquías en la élite política
Los franceses importaron esta novedad al concluir la época Mitterrand
Almunia intentó reforzarse en las urnas y tuvo una experiencia amarga
Zapatero, que ganó un congreso abierto, no compitió en primarias
Las primarias europeas no han podido con el aparato del partido
Este proceso democrático sigue seduciendo y se está extendiendo
Se ajuste o no a la realidad, esta impresión, o mejor, el propósito de combatir esta impresión, estaría inspirando algunas de las recientes iniciativas adoptadas por los partidos. A partir de la última década del siglo pasado, desde Europa se comenzó a mirar hacia Estados Unidos en busca de respuestas políticas y no solo económicas; en concreto, se fue prestando una creciente atención al sistema de primarias para designar a los candidatos presidenciales que Wisconsin adoptó en 1905, y que no dejaría de extenderse por el resto de los Estados de la Unión ni de ampliarse a otras elecciones durante las décadas siguientes.
La razón de este repentino interés por el sistema de primarias es que los partidos europeos fueron interpretando sus dificultades de los últimos años en términos cada vez más próximos a los empleados por los partidos norteamericanos. La reconfortante rutina institucional de unos sistemas democráticos que funcionan -sería el núcleo de la interpretación- habría colocado a los partidos bajo la tutela de oligarquías que muchas veces anteponen sus intereses y los de los militantes y los ciudadanos.
En el caso norteamericano, las primarias iniciadas en Wisconsin fueron un eficaz instrumento para desmantelar esas oligarquías, pero a costa de convertir los partidos en una marca vacía cuyo programa debía concretar cada candidato en cada elección. Los partidarios de las primarias no consideraron relevante esta drástica devaluación del papel de los partidos; sus críticos, en cambio, recelaban de una excesiva personalización del sistema democrático.
Cuando en 1995 el Partido Socialista Francés (PSF) decidió elegir a su candidato presidencial mediante primarias cerradas, esto es, primarias en las que el voto está limitado a los militantes y no abierto a todos los ciudadanos, los argumentos de los partidarios y de los críticos de la iniciativa fueron semejantes a los empleados en 1905 en Wisconsin.
Las primarias francesas pasaron inicialmente desapercibidas en el resto de los países europeos, pero fueron adquiriendo relevancia como modelo a imitar según se acentuaba el descrédito de la política y, sobre todo, de los partidos. La fecha en la que los socialistas franceses introdujeron las primarias en sus estatutos tiene relevancia: no solo concluía entonces el segundo mandato de François Mitterrand como presidente de la República, cargo en el que permaneció 14 años, sino que fue el momento en el que, coincidiendo con las conmemoraciones del medio siglo del final de la II Guerra Mundial, se conocieron detalles sobre su implicación con el régimen de Vichy. A los usos monárquicos y un punto autoritarios con los que Mitterrand envolvió el liderazgo, el PSF tuvo que responder con una rotunda afirmación de los usos democráticos. La elección de sus candidatos presidenciales mediante primarias era un gesto en esa dirección.
Apenas tres años después de que los socialistas franceses se inclinaran por el sistema de primarias, los socialistas españoles hicieron otro tanto. En el caso de los españoles, la innovación obedecía a una coyuntura semejante a la vivida por el PSF cuando Mitterrand abandonó la presidencia de la República, dejando esa sensación de vacío político que sigue a la desaparición de los dirigentes aureolados por el carisma. Tras el fuerte liderazgo de Felipe González, el siguiente secretario general, Joaquín Almunia, creyó necesario obtener una legitimidad reforzada por las bases del partido, y complementaria de la que le había concedido el aparato en el congreso de 1997, para enfrentarse en las urnas a José María Aznar.
Las primarias aparecían como un procedimiento que, además de democratizar el funcionamiento interno del partido, facilitando la renovación de sus cuadros, permitiría al nuevo secretario general liberarse del estigma, real o inventado, de haber sido cooptado por decisión de González, cuya popularidad atravesaba por sus horas más bajas.
La operación resultó un fracaso, que a punto estuvo de acabar en el primer asalto con el experimento de las primarias emprendido por los socialistas españoles. Contra todo pronóstico, Almunia fue derrotado por un rival inesperado como Josep Borrell, y tuvo que abandonar la carrera hacia la presidencia del Gobierno. A su vez, Borrell dimitiría antes de las elecciones tras un escándalo de corrupción descubierto en su entorno, y del que él era inocente.
La candidatura a la presidencia del Gobierno que el Partido Socialista había elegido mediante primarias quedó vacante, y la solución de urgencia adoptada por la dirección socialista fue encomendársela de nuevo a Almunia. En lugar de la legitimidad reforzada que había buscado, Almunia tuvo que abordar la campaña electoral, primero, desautorizado por las bases que habían preferido a Borrell y, después, obligado a salir a escena por la responsabilidad que ejercía, no por una voluntad manifiesta de su partido. Tras cosechar para los socialistas los peores resultados del periodo democrático si se exceptúan los del pasado 20 de noviembre, Almunia dimitió la misma noche de las elecciones y dejó paso a una gestora encargada de organizar el siguiente congreso, el XXXV.
La radical novedad que representaron las primarias establecidas por Almunia parece haber inspirado desde entonces la reconstrucción del pasado del Partido Socialista español más que la fidelidad a los hechos. A pesar de los frecuentes equívocos al respecto, José Luis Rodríguez Zapatero no llegó a la secretaría general a través de unas primarias, sino de un congreso abierto y organizado por la gestora establecida tras la dimisión de Almunia. Tampoco fue gracias a unas primarias como se erigió en candidato a la presidencia del Gobierno, aunque la dirección del partido cumplimentó escrupulosamente el trámite estatutario de proclamarlo cada vez como único aspirante. En las dos elecciones en las que se presentó, Zapatero, a diferencia de su antecesor, no experimentó la necesidad de obtener de las bases ninguna legitimidad complementaria de la que le concedió, como secretario general, el congreso en el que fue elegido, abierto y organizado por una gestora.
El ascenso de Zapatero, un diputado hasta entonces desconocido, a la secretaría general en 2000 y, sobre todo, su vertiginosa llegada a la presidencia del Gobierno en 2004, otorgó al sistema de primarias un prestigio que, de acuerdo con los hechos, debía corresponder con mayor propiedad a la forma en la que se desarrolló el XXXV Congreso.
Si Almunia había seguido los pasos de los socialistas franceses para introducir las primarias, los socialistas franceses siguieron los de los españoles al suponer, en 2007, que una candidata como Segolène Royal sería, gracias a algunos rasgos políticos comunes con Zapatero, la mejor opción para disputarle la presidencia de la República a Nicolas Sarkozy. A diferencia de Zapatero, Royal sí fue elegida candidata a través de unas primarias; unas primarias en las que, aunque cerradas, el Partido Socialista Francés organizó debates televisados entre los aspirantes, Laurent Fabius, Dominique Strauss-Kahn y la propia Royal, y también debates internos con militantes socialistas deseosos de conocer los respectivos programas. Pero los paralelismos de la trayectoria de Royal con la de Zapatero concluyeron muy pronto: Royal fue derrotada por Sarkozy en las presidenciales y, posteriormente, también en la lucha por la dirección del partido, con la que se alzaría una dirigente con más amplia trayectoria como Martine Aubry.
La experiencia de Royal en las presidenciales francesas permitió establecer el primer balance entre las ventajas y los inconvenientes, entre el esplendor y la miseria, del sistema de primarias importado desde los partidos norteamericanos. Nada más confirmarse su derrota en las presidenciales, Royal no habló de avances de la democracia interna en el Partido Socialista ni de desmantelamiento de las oligarquías que anteponían sus intereses y los de los militantes a los intereses de los ciudadanos.
Por el contrario, se quejó de los obstáculos que le interpuso el aparato socialista para desarrollar la campaña electoral contra Sarkozy. Era el fenómeno de la bicefalia, el mismo que una década antes había denunciado Borrell antes de dimitir como candidato a la presidencia del Gobierno; el mismo que algunos analistas creyeron advertir durante la campaña de los socialistas españoles para las elecciones del pasado 20 de noviembre.
Quizá la explicación de este fenómeno haya que buscarla únicamente en los comportamientos individuales de los cuadros de los partidos, reduciendo la bicefalia a una simple manifestación de la compleja condición humana. Pero su sospechosa reiteración llevaría a suscitar algunas dudas sobre asuntos de mayor trascendencia, de mayor calado; en concreto, sobre la posibilidad de que coexistan dos legitimidades diferentes en el seno de una única organización jerarquizada, de que las "posiciones de poder" y las "ventajas personales" de las que hablaba crudamente Max Weber en su definición de los partidos puedan obtenerse por dos vías distintas en cuya cúspide se sitúan dos "jefes" también distintos, y elegidos, en fin, por dos cuerpos electorales irremediablemente distintos.
Martine Aubry, que arrebató a Royal la dirección del Partido Socialista en el último congreso, perdió frente a François Hollande las recientes primarias para elegir al candidato a la presidencia francesa. En esta ocasión no han sido primarias cerradas sino abiertas a todos los ciudadanos, una innovación acogida con satisfacción por los partidarios de este sistema y criticada por sus adversarios en virtud de los mismos argumentos, siempre los mismos, que los empleados en Wisconsin en 1905 y en Francia en 1995.
Pero la elección de Hollande, bien situado en los sondeos frente a Sarkozy, plantea un interrogante adicional sobre el sistema de primarias y, en definitiva, ilustra una posible nueva miseria que tal vez vuelva a empañar su esplendor. Si uno de los objetivos de las primarias era desmantelar el poder de los aparatos burocráticos de los partidos, ¿tiene algún significado el hecho de que los dos candidatos con más posibilidades entre los socialistas franceses fueran Aubry, actual primera secretaria del partido, y Hollande, su antecesor en el cargo? ¿Cómo es posible que el sistema de primarias, que en EE UU sirvió para desmantelar definitivamente el poder de las oligarquías que controlaban los partidos, sirva en Europa exactamente para lo contrario, confirmando en el poder a los líderes que lo han ejercido o que aún lo ejercen? A la espera de conocer si en las próximas presidenciales francesas el candidato socialista se enfrentará o no a los problemas de bicefalia, a los problemas de un conflicto entre legitimidades, el esplendor adquirido los últimos años por las primarias sigue seduciendo, sin que se repare demasiado en sus miserias.
El Partido Democrático italiano las adoptó al poco de constituirse y los socialistas alemanes estudian hacerlo. Mientras tanto, en Argentina, una reforma legal impuso a los partidos la celebración de primarias abiertas y simultáneas, con obligación de votar para todos los ciudadanos. La presidenta Cristina Fernández, que ya detentaba el poder en el Partido Justicialista, fue ratificada con una rotunda victoria.
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