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Tribuna:
Tribuna
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Una no tan nueva ley de la ciencia

Permítanme que empiece esta tribuna con una anécdota personal: cuando yo trabajaba de investigador en lexicografía griega en un instituto del CSIC, la gente me preguntaba con frecuencia que para qué valía la lexicografía griega, y yo contestaba indefectiblemente que, a mí al menos, me valía para pagar la hipoteca, lo cual era rigurosamente cierto.

La actividad investigadora puede valer, en efecto, para muchas cosas, pero su razón de ser es una y solo una: se trata de aumentar el conocimiento, es decir, se trata de explorar terrenos insuficientemente explorados para dar a conocer hechos o fenómenos no conocidos anteriormente por nadie, y de intentar construir con ellos nuevas explicaciones de la realidad.

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Ahora que vamos despacio.., la ley de la ciencia

Concretamente, en los ficheros del Diccionario Griego Español del CSIC quedan decenas de palabras, hasta entonces desconocidas, que yo fui sacando de la paciente lectura de papiros griegos, palabras que no figuraban en ningún diccionario hasta entonces publicado y que pueden contribuir, modestamente, a ampliar el conocimiento existente sobre una lengua y una cultura de la antigüedad.

Los que nos dedicamos a la investigación científica tenemos muy claro que el objetivo principal de la ciencia es, precisamente, aumentar sin más el conocimiento humano y nos resulta por ello muy extraño que una ley llamada de "la ciencia, la tecnología y la innovación" no lo contemple como tal entre los 13 objetivos que enumera en su artículo 2.

Lo más parecido que este artículo 2 dedica a la curiosidad investigadora o a la excelencia científica es cuando dice que el objetivo que persigue la ley es "fomentar la investigación científica y técnica en todos los ámbitos del conocimiento, como factor esencial para desarrollar la competitividad y la sociedad basada en el conocimiento, mediante la creación de un entorno económico, social, cultural e institucional favorable al conocimiento y a la innovación".

Observen ustedes que este farragoso párrafo repite hasta tres veces la palabra "conocimiento", pero siempre en función de la competitividad y la innovación, y no como objetivo primordial y autónomo de la actividad de los científicos.

Las leyes no son políticamente neutrales; todas se construyen desde una ideología o unas creencias. Pues bien, esta ley está basada en la creencia, carente de evidencias empíricas, de que la ciencia es un requisito indispensable para que exista innovación y de que, de su adecuado cultivo, se deduce necesaria, secuencial y linealmente una mayor competitividad empresarial.

Relean la cita textual del desaliñado artículo 2 y díganme si el legislador no está convencido de que la ciencia es la antesala de la innovación y de su parienta, la competitividad. Pues bien, esa creencia es falsa o, al menos, no se sostiene en evidencias empíricas: como mínimo hasta Louis Pasteur (1822-1895), la ciencia y la innovación siguieron caminos ortogónicos y en diferente plano, o sea, dicho de una manera menos pedante, que nunca se encontraron en toda la historia. Existieron innovaciones que podemos calificar de tecnológicas desde, como mínimo, el primer hombre del Neanderthal, y gracias a eso, nuestra especie sobrevivió a la dura "competitividad" frente a otras alimañas y se dedicó a henchir la tierra con ahínco.

En paralelo y mucho tiempo después, empezaron a surgir individuos que se preguntaban por las causas de las cosas (felix qui potuit rerum cognoscere causas, feliz quien pudo conocer las causas de las cosas que dice un inspirado verso de Virgilio); individuos que averiguaban, o creían averiguar, que el sol y la luna no eran dioses olímpicos, sino rocas incandescentes, como Anaxágoras; que el sol no giraba alrededor de la tierra, sino al revés, como Copérnico; que las manzanas no se caían desde los árboles porque sí, como Newton; que los animales no fueron creados todos al mismo tiempo, como Darwin, y otros múltiples descubrimientos, escasamente útiles para quienes hacían barcos, molinos, tejidos, armas, salazones y encurtidos, máquinas de vapor y otros artilugios, pero que sí servían para despoblar el mundo de fantasmas, supersticiones y mitos, y para iluminarlo con hipótesis, teorías y datos, comprobados mediante experimentos reproducibles.

La nueva ley se aferra, a estas alturas, a una nueva superstición y a un nuevo mito: que la competitividad empresarial y la innovación tecnológica proceden directamente del trabajo de los científicos, sobre cuyas débiles espaldas hacen recaer la responsabilidad de mejorar la balanza comercial y de reducir el paro. Ahí es nada.

La nueva ley, por otra parte, persiste en esa suficiencia, no siempre justificada, y esa pertinaz desconfianza que se da en Madrid hacia las Comunidades Autónomas, a las que se pretende recurrir, como de compromiso, para que bendigan una política científica ya elaborada sabiamente en el ministerio de tutela: la llamada Estrategia Nacional de Ciencia y Tecnología (ENCYT), de la que se ocupa el artículo 7.2 de esta LCTI, debería escribirse más bien con M, porque de nacional tiene más bien poco, y con una M el acrónimo podría interpretarse, con mayor propiedad, como ministerial. El órgano que crea la ley en el artículo 8 como responsable de esa ENCYT rezuma desconfianza hacia el Estado de las autonomías que resulta ser el Estado constitucional.

¡Cuán lejos del equivalente órgano alemán, el Consejo de la ciencia (Wissenschaftsrat), creado en 1957 mediante un modesto decreto del canciller Konrad Adenauer y que ha venido funcionando impecablemente desde entonces!¿Por qué no ha adoptado nuestro legislador ese bien contrastado modelo?

Los artículos 12 a 32, dedicados a la política de personal, entran en unos detalles que a este servidor de ustedes, que no sabe ni entiende de leyes, le parecen frecuentemente más propios de decretos u órdenes ministeriales que de una ley, pero no aspiro a tener mejor criterio jurídico que los centenares de legisladores que se han ocupado del asunto y me limito, por tanto, a expresar mi extrañeza ante tantas minucias.

Esos prolijos artículos, por lo demás, se dedican casi exclusivamente al personal funcionario, olvidando exitosas experiencias de regímenes contractuales que vienen utilizando ICREA en Cataluña, Ikerbasque en el País Vasco o CNIO en Madrid y que sitúan por ello a la nueva ley más en el siglo pasado que en el actual.

El artículo 25 hace extensiva la estructura organizativa del personal científico del CSIC a los demás organismos públicos de investigación, lo que nos llena de alegría, pero dura poco la alegría en casa del pobre, porque la Adicional Octava nos dice, como quien no quiere la cosa, que "en ningún caso esta reorganización podrá ocasionar incremento del gasto público", lo que constituye lisa y llanamente un imposible: si el CIEMAT, INIA, IGME, ISCIII, IEO, INTA e IAC adoptan el modelo de los tres cuerpos científicos del CSIC, eso tiene un coste fácilmente cuantificable y quizá no demasiado elevado pero, en cualquier caso, superior a cero.

Los organismos públicos de investigación (OPI) que he mencionado en el párrafo anterior son los únicos a los que la nueva ley considera tales OPI, como si el Observatorio Astronómico Nacional, por poner un ejemplo, no fuese un organismo público en el que, por cierto, se hace una investigación en radioastronomía internacionalmente reconocida. Se conoce que el Ministerio de Fomento no debe haber aceptado que su OPI fuese regulado por otro ministerio, igual que le puede haber ocurrido al Ministerio de Defensa con su Marañosa y no pocas instituciones más, que se quedan fuera de las estipulaciones de esta ley que, por lo tanto, ni siquiera es capaz de regular todo el sistema público de I+D dependiente de la Administración General del Estado.

La gran novedad de esta ley, la aportación que todos estábamos esperando, que es la creación de una Agencia Estatal de Investigación, creada en el artículo 45, recibe asimismo su adecuada rebaja en la Adicional Duodécima que nos advierte de que "la creación de la Agencia se realizará sin aumento del gasto público y no se financiará con créditos del presupuesto financiero del Estado". Crear órganos nuevos sin dotarlos de fondos para sus funciones, no sé lo que piensan ustedes, pero a mí me parece algo mágico.

Es posible que algún lector que haya llegado hasta aquí pregunte: ¿por qué no advirtieron ustedes al legislador de esas carencias y limitaciones en el momento procesal oportuno, para evitar que la ley saliera tan mejorable?

Pues bien, el legislador fue advertido, de viva voz y por escrito, de manera repetida, en reuniones discretas y en encuentros públicos, pero se ve que, o bien los científicos no hemos sabido explicarnos bien, o el legislador ha seguido la política del Daddy knows better (papá sabe muy bien lo que tiene que hacer).

Javier López Facal es profesor de Investigación del CSIC

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