La levadura del periodismo valiente
Discurso del director de EL PAÍS en la entrega de los premios Ortega y Gasset
Como todos ustedes saben, este año se ha cumplido el trigésimo aniversario del golpe de Estado de 1981. Y me gusta pensar que no resulta casual que nos hayamos reunido hoy aquí para celebrar unos premios de periodismo que en esta ocasión han querido destacar sobre todo la valentía, la independencia y la libertad: la valentía de perseguir la verdad sin temor a las presiones; la fidelidad a los mejores valores del oficio; la independencia y la libertad de pensamiento.
Resulta de sobra conocido el papel que la prensa en general y el diario EL PAÍS en particular desempeñaron en la desarticulación de aquel chusco episodio de la historia de España. Pero tanto antes como después de la entrada de los golpistas en el Congreso, los periódicos de la transición colaboraron de forma destacada en la forja del consenso democrático y en la defensa del régimen de libertades que los españoles pactaran en la Constitución de 1978.
A nadie puede sorprender pues que los periódicos jugasen un papel tan destacado en aquellos años fundamentales para la consolidación de un sistema democrático en España, estimulando el diálogo entre las partes y ejerciendo una apreciable labor didáctica sobre los límites y las obligaciones de todos en una democracia, empezando por aquellos que ejercen el poder. La democracia y el periodismo son dos instrumentos cuya invención data aproximadamente de la misma fecha, hace unos 200 años. Nacieron juntos, han evolucionado juntos y no cabe imaginar que puedan existir el uno sin el otro, al menos en la concepción de la vida que compartimos cientos de millones de personas en las zonas más desarrolladas del planeta.
Para resumir: no conozco ni concibo democracia alguna sin una prensa libre, potente, e independiente, capaz de exigir al poder explicaciones de sus actos y de sus decisiones en nombre de los ciudadanos. Ese es en esencia, el papel de intermediación que han ejercido los periódicos a lo largo de estos dos siglos. Con la irrupción de las nuevas tecnologías, sin embargo, no faltan los profetas que predican y aun parecen desear el apocalipsis de los periódicos por mano de Internet y las redes sociales. En su versión más simple, estas acabarán con la prensa. No me caben dudas de que el auge de las redes sociales y el poder que Internet otorga a los ciudadanos contribuyen a una mayor transparencia.
Los periódicos deberán integrar con acierto el potencial, las ideas y las voces de esos millones de ciudadanos que se han estrenado y participan de lleno en la conversación global. Pero no resulta vano recordar, precisamente ahora, que sin un periodismo profesional y libre la democracia resulta inviable. De ahí la necesidad de mantener el oficio y los valores que constituyen el núcleo duro de aquel, y que los Premios Ortega y Gasset vienen cada año a reconocer.
La prensa, en hojas de papel manchadas de tinta o sobre pantallas de toda condición, debe seguir siendo el lugar natural del debate de las ideas en democracia. Sería ocioso negar que Twitter o Facebook desempeñan un papel de primer orden en la conformación de la conversación global. Centenares de miles de ciudadanos aportan sus conocimientos y su esfuerzo a la comprensión de lo que sucede en el planeta cada día, desde las revoluciones en el mundo árabe, los desastres que se han abatido sobre Japón o las repercusiones de la muerte de Osama bin Laden. Pero es de justicia aceptar que hubiese sido tarea imposible aprehender la complejidad de todo ello sin el trabajo de tantos periodistas profesionales que ejercen su oficio en condiciones de extrema dureza, en los campos de batalla de Libia, donde a veces han pagado con su vida, o en los alrededores de Fukushima en busca siempre de articular un relato comprensible y coherente para sus lectores. Fue precisamente en un Haití devastado por el terremoto donde Cristóbal Manuel logró la fotografía Joven paseando desnudo por Puerto Príncipe, en la que el jurado apreció "la soledad del ser humano en un entorno caótico y desesperanzado".
El esfuerzo de los periodistas profesionales resulta por ello imprescindible y si los periódicos acertamos en las decisiones críticas que deberemos adoptar en los próximos años, todo ello redundará, no me cabe duda alguna, en democracias más transparentes y por ende, más sólidas y más estables. En caso contrario, resulta de temer que la fragmentación de las audiencias, el deterioro del espacio público compartido y la debilidad de los periódicos como instrumentos de intermediación en el debate político propicien un resurgir aun mayor de las demagogias y los populismos. Ya está sucediendo en casi toda Europa. No sólo los ciudadanos, en última instancia los más afectados, sino también los legisladores y la clase política en su conjunto deberían ser conscientes de las consecuencias de un debilitamiento generalizado de la prensa y de las averías en el sistema democrático que su mal funcionamiento puede acarrear. No sería honesto hoy con ustedes si no reconociera que uno tiene a veces la impresión de que los responsables políticos no acaban de comprender los peligros de esta situación y que, por el contrario, su primer impulso en relación con los periódicos consiste sencillamente en sentirse indignados cuando el relato que de ellos mismos quisieran ofrecer no coincide con el de aquellos; lo que, para ser sinceros, sucede la mayor parte de las veces.
Que este país ha superado hace ya muchos años cualquier riesgo de involución política al estilo de la que protagonizó el coronel Tejero es un hecho asentado. Pero ello no significa, en mi opinión, que debamos dejar de sentir preocupación por la evolución de la democracia en el futuro próximo o por el deterioro de su calidad. No resulta fácil aprehender, y mucho menos medir, la calidad de una democracia. Suele ésta asociarse por ello a determinados países que disfrutan de un grado más elevado de derechos, libertades y garantías, pero también de prácticas y procedimientos del conjunto de sus instituciones.
Pese a todas las dificultades metodológicas, la calidad de la democracia resulta sin embargo un indicador de extrema importancia, cuyo deterioro en España de un tiempo acá resulta innegable. En ello, de forma paradójica para los clásicos, tienen más que ver otros poderes del Estado e incluso cierta prensa, que el propio Ejecutivo. Que se hayan acabado los riesgos externos sobre el sistema democrático, tradicionalmente a cargo de los militares, en este y otros países, no significa que el invento esté a salvo de otros peligros que no conviene menospreciar.
Fue Alexis de Tocqueville quien alertó de forma temprana, a mediados del siglo XIX, de las amenazas que se ciernen sobre la democracia incluso desde dentro de la democracia misma. Entre ellas cabe destacar las tiranías de la mayoría y los jueces atrabiliarios, que al amparo de la independencia judicial favorecen con desparpajo unas opciones políticas sobre las demás. El pensador francés no tuvo el privilegio de conocer los medios públicos de comunicación, lo que nos ha privado con seguridad de acertadas premoniciones sobre su funcionamiento actual, así como de las intervenciones constantes de los gobiernos en el normal funcionamiento de los mercados de la televisión y la radio, siempre susceptibles de ser alterados mediante licencias, concesiones o regulaciones de todo tipo.
A las preocupaciones de Tocqueville añadiría yo otra que se ha vuelto sofocante en España desde hace un tiempo por las dinámicas cada vez más violentamente distorsionadoras con las que una parte de la prensa nacional trata de forzar su mano sobre el tablero político. Los periódicos deben sustentar el libre debate de las ideas en libertad y proporcionar la información veraz y precisa que los ciudadanos necesitan para este ejercicio. Dicho de otra manera: la democracia ha de aspirar a integrar las discrepancias de los ciudadanos en vez de liquidarlas mediante la imposición de una verdad superior y única, y ése debería ser también el método de los periódicos que la defienden.
Me temo, sin embargo, que no es éste el espíritu que reina hoy en una parte de la prensa madrileña. A los riesgos para la democracia que he citado anteriormente en España resulta necesario añadir en América Latina aquellos que traen causa del narcotráfico, las mafias y la proliferación de la corrupción. A ellos habría que sumar la incapacidad crónica del Estado para ejercer el monopolio legítimo de la violencia, más su fracaso histórico en proteger a los periodistas en el ejercicio libre de su oficio y a los ciudadanos en general del terror de las bandas armadas.
Esto, cuando no son directamente los aparatos gubernamentales los que de una manera u otra, con mayor o menor violencia, chantajean a las empresas de medios de comunicación, a sus propietarios y accionistas, limitan el ejercicio de las libertades constitucionales e impiden con amenazas el trabajo de los periodistas. Todo ello hace que la defensa diaria de los derechos humanos, del relato de la verdad y del ejercicio efectivo de la independencia suponga la asunción de riesgos que en demasiadas ocasiones, por desgracia, acarrean agresiones intolerables, la pérdida de la libertad y aun de la propia vida.
Ese es el desolado trasfondo sobre el que los trabajos de Carlos Martínez D'Abuisson y Octavio Enríquez han merecido sendos Premios Ortega este año. Carlos publicó en el diario El Faro de El Salvador una pieza multimedia que construye un escalofriante relato con los testimonios de los familiares y de las propias víctimas de secuestros, violaciones y asesinatos en un país con una de las tasas de homicidios más elevadas del planeta.
Durante meses, el periodista nicaragüense Octavio Enríquez amasó detalles para finalmente revelar los episodios de corrupción que permitieron al exministro sandinista Tomás Borge acumular dineros y propiedades, en contraste con la esmerada imagen de revolucionario defensor de los pobres que este cultiva. Octavio trabaja en La Prensa, el diario decano de Nicaragua, cuyo director Pedro Joaquín Chamorro fuera asesinado por sicarios de Somoza en 1978 y que sufre ahora un implacable acoso por parte del gobierno de Daniel Ortega, un régimen que sin embargo no duda en autocalificarse de democracia.
Democracia es un sustantivo que malamente resiste los adjetivos: popular, directa, bolivariana y tantos otros. Se trata casi siempre de añadidos que no hacen más que degradar la grandeza de la idea primigenia, cuando no directamente enterrarla, como aquel estrambote de democracia orgánica que en este país pasó durante muchos años como eufemismo de dictadura. Desenmascarar las trampas del discurso oficial, señalar las mentiras del razonamiento falaz, desvelar la realidad que se oculta bajo los datos constituyen en conjunto uno de los pilares de los periódicos de calidad, que no solo deben aportar información, sino también análisis y crítica. En todo ello destaca Moisés Naím, sin duda uno de los analistas más influyentes de ambas orillas del Atlántico, a quien el jurado de los Premios Ortega 2011 ha otorgado el reconocimiento a la trayectoria profesional, que se despliega en más de una docena de libros, en ensayos y artículos en EL PAÍS y en otra media docena de grandes cabeceras de todo el mundo.
Premiar a Moisés es apostar por el periodismo de la inteligencia y de la independencia; de la contestación a todos los poderes y a todas las ideas establecidas; del valor de cuestionar nuestros propios prejuicios. Si me dejan ustedes citar a Unamuno para terminar, quisiera decirles que el esfuerzo de Moisés Naím por ofrecer fermento intelectual a sus lectores coincide con el espíritu con el que se otorgan cada año estos premios, con el espíritu del periódico que los convoca y del grupo editor que los sostiene. Somos conscientes de las difíciles condiciones en las que tantos periodistas sacan adelante su oficio a diario y hacen honor a sus mejores valores, especialmente en América Latina.
Y a todos ellos, una vez al año, tal día como hoy en estos Premios Ortega y Gasset de periodismo, queremos decirles lo siguiente: no podemos ofrecerles pan, pero aquí tienen ustedes la levadura.
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