La historia oral de la guerra llega a juicio
Los investigadores reclaman protección constitucional y que secumpla la Ley de Memoria Histórica frente a las acusaciones de las familias de presuntos represores de la Guerra Civil y del franquismo
¿Hasta dónde se puede llegar a la hora de investigar el turbio pasado de la Guerra Civil? ¿Es más importante conocer lo que ocurrió, y hacerlo público, o abstenerse para respetar el honor de los descendientes de episodios tan poco edificantes? ¿Qué margen tienen las víctimas, que pasaron años de humillación y oprobio, para recuperar una dignidad que la dictadura les escamoteó? ¿Hay algún consuelo en conocer la verdad? ¿Qué peso tienen los documentos que se conservan de la represión, con juicios sin garantías jurídicas y con testimonios arrancados en una atmósfera de miedo a una autoridad implacable? ¿Y qué crédito dar a los testimonios orales de los supervivientes que, en muchos casos, no pudieron hablar hasta fechas recientes?
Para las familias de los que perdieron la guerra el único camino es la historia
Aún hay 20.000 personas, víctimas de los ganadores, sin identificar
Familiares de los protagonistas de la guerra denuncian a historiadores
En muchos lugares aún hay resistencia a quitar los símbolos del franquismo
Hace unos meses, el Juzgado de Primera Instancia de A Estrada, en Galicia, absolvió al historiador Dionisio Pereira que había sido acusado por los descendientes de Manuel Gutiérrez, alcalde de Cerdedo durante el franquismo, de no querer rectificar para salvar el honor de sus antepasados las conclusiones que hizo públicas en 2003 en un libro colectivo sobre la represión franquista. Basándose en testimonios orales, Pereira señalaba ahí la presunta implicación de Gutiérrez, y de Francisco Nieto, entre otros, como "participantes o instigadores" en los actos que acabaron en agosto de 1936 con la vida de seis personas en la comarca de Cerdedo.
La decisión de absolver a Pereira la tomó el juzgado, recurriendo a abundante jurisprudencia para defender sus derechos constitucionales de libertad científica y de opinión "en el terreno histórico". La familia de Manuel Gutiérrez ha recurrido y el caso está ahora en manos de la Audiencia Provincial de Pontevedra. Con el peligro de que nuevos recursos, si el fallo es semejante, lleven a Pereira a instancias jurídicas superiores, conduciéndolo a un temible calvario judicial. Con la voluntad de defender su trabajo, el pasado 20 de mayo un documento dirigido al presidente del Gobierno y a los presidentes del Congreso de los Diputados y del Senado manifestaba a través de la Red la solidaridad de una serie de historiadores con Dionisio Pereira. Entre los 349 firmantes figuran Paul Preston, Sebastián Balfour, Ángel Viñas o Nicolás Sánchez-Albornoz, y numerosos historiadores latinoamericanos (muy sensibles a los horrores de sus propias dictaduras). La iniciativa la puso en marcha la red gallega e internacional Historia a Debate, que preside Carlos Barros, que encabeza la lista de firmantes.
Terra de Montes, provincia de Pontevedra, 11 y 13 de agosto de 1936. El enfrentamiento que ha partido en dos a España desde el 18 de julio llega a ese remoto rincón de Galicia. Es zona de canteiros y, frente a otros lugares más conservadores, allí las ideas socialistas han encontrado terreno abonado. Los falangistas del lugar, las autoridades y la Guardia Civil no los ven con buenos ojos. Reclaman que detengan a unos cuantos. Al final son cuatro habitantes de Cerdedo y dos de Soutelo de Montes los que son conducidos al cuartel de Pontevedra. Una noche desaparecen por el monte, luego aparecen muertos.
Lo que Dionisio Pereira ha hecho ha sido volver sobre ese episodio de los días más cruentos de la Guerra Civil, cuando uno y otro bando se habían enganchado a una espiral de violencia gratuita y desbocada. Los ganadores de la contienda pudieron en su día rendir honores a los suyos que murieron en aquellas terribles jornadas. Los perdedores en muchos casos no saben aún, o no han sabido hasta ahora, dónde están los suyos, quiénes los mataron, cuándo, por qué. No hay documentos. El único camino que queda es la historia oral, los recuerdos de los pocos que quedan que estuvieron allí.
La Ley de Memoria Histórica, aprobada en diciembre de 2007 tras un largo calvario de negociaciones, malentendidos, críticas y polémicas, sentó finalmente las bases para que los poderes públicos llevaran a cabo políticas dirigidas al "conocimiento de nuestra historia y al fomento de la memoria democrática". Lo que el documento de los historiadores señala es que, precisamente por los efectos de esta ley, los juicios contra los historiadores podrían intensificarse. Así que piden que "se añada una declaración de legitimidad constitucional de la libre investigación sobre la Guerra Civil y el franquismo, basándose en fuentes históricas, tanto escritas como orales, de acuerdo con las metodologías correspondientes, sin censura previa sobre ningún nombre, fuente o dato histórico".
"La situación no se ha normalizado aún en este país", explica Dionisio Pereira. "Quizá en Madrid, Barcelona, Vigo, pero en los pequeños pueblos y aldeas sigue sin reconocerse la dignidad moral de las víctimas". Hay en muchos lugares resistencias evidentes a prescindir de los símbolos del franquismo, a cambiar los nombres de las calles, a facilitar la investigación en fosas comunes y a abrir las puertas a los historiadores para que hagan su trabajo con libertad.
Pereira ha recuperado en un escrito situaciones análogas a las suyas: Emilio Silva y Santiago Macías soportan varios procesos judiciales por su libro Las fosas de Franco; un trabajo de Alfredo Grimaldos sobre la sombra del dictador durante la transición ha sido denunciado por la familia del ex ministro Juan José Rosón; la escritora asturiana Marta Capín fue absuelta de la acusación de los familiares de un falangista mencionado en su obra Los crímenes de Valdediós, que cuenta lo que ocurrió en aquel sanatorio de Villaviciosa cuando entraron en él las tropas franquistas; un juez de Cambados, en fin, ha cerrado la página web donde estaban volcados los escritos de un comunista de O Grove, en los que daba los nombres de los que llevaron a cabo las represalias en aquella pequeña villa de las Rías Bajas.
¿Cómo recuperar el pasado? Mejor, ¿cómo recuperar un pasado lleno de sangre? "Ningún notario firmará nunca un paseo", dice el historiador gallego Emilio Grandío Seoane, que ha dirigido el volumen colectivo Años de odio sobre el golpe militar, la represión y la Guerra Civil en A Coruña. "El debate surge cuando se plantea, de un lado, cuál es la verdad judicial, y de otro, cuál es la verdad histórica. Jurídicamente sólo cuenta lo que tiene detrás unos papeles. Entonces los que murieron en los paseos y fueron enterrados en fosas comunes sin registro alguno, ¿qué ocurre, que no existieron?".
Grandío no tarda mucho, sin embargo, en señalar que desconfía mucho de reconstruir lo que pasó utilizando como única fuente los testimonios. "Hay que buscar la mayor cantidad de filtros posibles, cruzar los testimonios, buscar apoyaturas escritas (registros civiles y de las cárceles, causas militares, consejos de guerra, fichas sanitarias...), localizar los lugares que puedan conservar los restos de los desmanes, ir a los papeles que den pistas de lo que pudo pasar. Hay que ser prudentes y rigurosos".
Prudente fue, desde luego, Juan Carlos Carballal, juez de Cambados, cuando ordenó cautelarmente cerrar la web en la que Fabien Garrido había volcado los escritos que encontró en Nantes de su padre, Ramón, un combatiente antifascista que tuvo que exiliarse en Francia. En aquellas páginas, escritas a mano por el que fuera marinero y comunista, implicaba directamente en la represión franquista al alcalde de O Grove, Joaquín Álvarez Lores. Hubo denuncia de dos hijos de éste, y el juez cerró la web hasta que tenga lugar el juicio, "para proteger el honor de los descendientes", explica. "Mi trabajo no es el de valorar un trabajo histórico. Debo simplemente resolver, en función de los argumentos de las partes, cuál de estos dos derechos fundamentales pesa más: si el derecho de un investigador a saber lo que ocurrió o el derecho a salvaguardar el honor de unas personas. Hay además ahí otra cuestión: ¿puede ese derecho pasar a sus descendientes?".
"Decir que Franco es un criminal es una cosa; decir que lo fue Fulano de Tal, con nombres y apellidos, es otra muy distinta y mucho más delicada. Es, por otro lado, diferente señalar al represor de una gran ciudad que hacerlo con el de una pequeña localidad", comenta el historiador Julián Casanova, uno de los autores de Víctimas de la guerra civil (Temas de Hoy), el volumen que coordinó Santos Juliá y que daba cifras rotundas de la magnitud de la represión. "Los lazos familiares son ahí mucho más estrechos y las lealtades primordiales más fuertes, así que no es difícil que los investigadores sean denunciados al hacer públicos los nombres de los represores".
"Los historiadores no pueden certificar lo que ha ocurrido", explica el historiador José Álvarez Junco, que ha seguido muy de cerca los avatares de la Ley de Memoria Histórica. "No pueden establecer una verdad oficial. De eso se encargan los jueces. Lo que los historiadores hacen es investigar en las fuentes más diversas para poder argumentar que, después de comprobar en muchos y diferentes testimonios, las cosas con gran seguridad ocurrieron de tal y tal modo".
La paradoja que se da al volver sobre el pasado es justamente la de valorar la veracidad de los documentos. Cuando hay una dictadura de por medio, muchos de los testimonios escritos que se conservan de esa época podrían haberse obtenido bajo coacción. Pero están ahí, en unos papeles oficiales. Los testimonios orales, en un clima de libertad, acaso se ajusten más a la verdad, pero son palabras dichas muchos años después. "Desde un punto de vista historicista, la mejor prueba oral es peor que la peor de las escritas", explica Julián Casanova a propósito de esta cuestión. "Los ganadores de la guerra estaban sin embargo tan convencidos de haber acabado con el mal, y de ser ellos los portadores del bien, que dejaron muchas huellas de sus desmanes: juicios sin garantías, fusilamientos, expropiación de los bienes de los derrotados... Dejaron las pistas incluso escritas, y por eso se ha podido conocer la envergadura del terror que generó la dictadura franquista", añade.
Los historiadores desde hace ya un tiempo han desentrañado los mecanismos de terror que se pusieron en juego durante la Guerra Civil y que se prolongaron en la dictadura, explica Casanova. "Saber que un cura delató a un republicano en un pequeño pueblo no va a cambiar la manera en que se sabe que funcionaron los mecanismos de la violencia", dice. "El problema siguen siendo los meses del terror caliente, en el verano de 1936, cuando se produjeron los mayores desmanes al margen de registro alguno. Hay unas 20.000 personas que fueron víctimas de los ganadores que no están identificadas".
Quizá las investigaciones sobre testimonios orales no cambien nuestra mirada sobre la historia reciente. En términos sociales, sin embargo, la reparación moral que reclaman las víctimas, y sus descendientes, es la energía que alienta a tantos historiadores a buscar la verdad para cerrar definitivamente las heridas de aquella terrible guerra.
La desidia de los archivos
Primitiva López tiene 97 años, vive en El Toboso, un pequeño pueblo de La Mancha. Casada con un soldado republicano que murió en el frente, fue detenida al terminar la guerra y luego acusada de complicidad con el bando leal. Fue recluida en la prisión de Ocaña, donde pasó unos años, y después fue desterrada a Valencia (donde todavía pasa ahora algunas temporadas). Cuando pudo regresar a su pueblo, tuvo que pelear para recuperar la casa de sus padres, que las autoridades estaban a punto de quitarle. Ha pedido a su sobrino que solicite el consejo de guerra que la llevó a la cárcel, y le estropeó tantos años de vida, para saber quién la denunció, de qué la acusaban, por qué tuvo que pasar tanto tiempo entre barrotes.Ese documento tienen que facilitárselo a Primitiva López en el Tribunal Militar Territorial número 1 de Madrid. "Se conservan allí alrededor de medio millón de consejos de guerra", explica el periodista Pablo Torres (Premio Ortega y Gasset por sus imágenes del 11-M), que está a punto de terminar Los años oscuros en Miguel Esteban, donde reconstruye lo que ocurrió en ese pequeño pueblo de Castilla-La Mancha durante la Guerra Civil y la dictadura. En ese archivo, cuenta, está el consejo de guerra a Miguel Hernández ("a punto de deshacerse por el uso y su mala conservación"). El caso es que allí "las peticiones se acumulan y los funcionarios no dan abasto".Un problema de los historiadores de nuestro pasado reciente es que los denuncien los herederos de los presuntos represores. Otro problema distinto son los archivos. Pablo Torres ha tenido que esperar entre 9 y 18 meses para que le entregaran algunos documentos que había solicitado. Era de tal magnitud la demora que durante un tiempo pensó que había una voluntad explícita por parte de las instituciones para que no se removieran aquellos lodos, e incluso se dirigió al Defensor del Pueblo y al Consejo General del Poder Judicial para manifestar sus quejas. Ahora ha entendido que, en ese archivo, el problema no es político sino burocrático. Tiene que ver más con una novela de Kafka que con un poema de Brecht.Lo suyo es la microhistoria. Quiere saber lo que pasó en Miguel Esteban, el pueblo en el que nació. En un caso, ha topado con problemas burocráticos. En otro, directamente lo ignoran: "Hay mucha información en el archivo histórico del penal de Ocaña, pero obtener documentos allí es imposible". Pablo Torres explica que "no hay forma de ver ese archivo para conocer su estado de conservación" y que exigen para facilitar la información "muchos datos del expediente que solicitas". Y añade: "Si solicitas un expediente es precisamente para saber más y lo único que tienes, a veces, es simplemente el nombre del que estuvo preso"."La información sobre la guerra está dispersa en múltiples archivos", cuenta Pablo Torres. "Y cuando la encuentras, muchas veces faltan muchas hojas: alguien se las llevó. Recurrir a los testimonios orales es también una gesta. Todo el mundo que era de izquierdas tuvo que abandonar Miguel Esteban y emigrar. De pronto descubres que alguno vive en Getafe, otro en Rivas. Luego viene la siguiente complicación: les cuesta hablar. Sienten un gran pudor para reconocer que los pegaron y los humillaron".Ninguno de estos dos archivos con los que ha trabajado Pablo Torres está digitalizado. "En el TMT número 1, las fichas y los expedientes están en sitios diferentes, y muchos se están pulverizando, por viejos, o se están convirtiendo en ladrillos de celulosa, al pegarse unas hojas con otras".
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