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La ciencia es apátrida

De los flamantes premios Nobel de ciencias, Jules Hoffmann es un luxemburgués que ha trabajado toda su vida en Francia; Ralph Steinman era un canadiense que había desarrollado su actividad profesional en la Rockefeller University de Nueva York; Brian P. Schmidt es un norteamericano que vive y trabaja en Australia desde 1994, y en el descubrimiento de los cuasi cristales del israelí Daniel Shechtman, tuvieron una importancia determinante sus dos años sabáticos en el NIST estadounidense.

En otras muchas ocasiones quienes se desplazan no son las personas, sino las ideas y así por ejemplo, a un admirado y querido colega del CSIC, de esos que han escrito centenares de artículos, que cuentan con millares de citaciones y que pueden exhibir un elevado índice H ( ese ingenioso indicador que, como se sabe, se utiliza para medir la notoriedad científica), le hice ver hace unos años que algunas de sus publicaciones figuraban en la bibliografía de una sesentena de patentes norteamericanas, hecho que él desconocía; es decir, un investigador que trabaja en un pequeño instituto de la calle Serrano de Madrid, un poner, publica sus contribuciones al conocimiento, sin prever que alguien, en otra parte del mundo, hace uso de ellas para desarrollar una aplicación merecedora de protección por patente.

Probablemente el lector recuerda aquello de Antón Chejov de que "no existe una ciencia nacional, de la misma manera que no existen tablas de multiplicar nacionales" o aquello otro, dicho en tono mucho más solemne, de W. Goethe de que "la ciencia y el arte pertenecen a todo el mundo y ante ellos se desvanecen las barreras de la nacionalidad".

Lo de la nacionalidad y su alma mater, los estados nación son, en realidad, artefactos de creación bastante reciente, que empezaron a tomar cuerpo a mediados del siglo XVIII y cuajaron ya de manera inconteniblemente exitosa en el siglo XIX, prolongando su vigencia a lo largo del sangriento siglo XX y lo que llevamos de siglo XXI.

Su aportación a la historia de la humanidad es de compleja valoración, pero se podría destacar en ellos, sobre todo, su eficaz contribución a la matanza de decenas de millones de personas en la flor de la vida, personas que sin la existencia de esos inventos legitimadores de la violencia fratricida, igual habrían llegado a la ancianidad, pero que se daban muerte las unas a las otras simplemente porque, por ejemplo, una era rusa y otra alemana, o una bosnia y otra serbia.

En la historia de la ciencia, los conceptos de nacionalidad y de estado nación tuvieron una consecuencia que afortunadamente, no ha durado mucho. Durante siglos, en efecto, los descubrimientos científicos se habían pensado en cualquier lengua, pero generalmente habían sido descritos y comunicados a otros colegas en latín, lo que facilitaba mucho los intercambios y permitía una rápida difusión del conocimiento.

Los estados nación acabaron imponiendo sus lenguas naturalmente "nacionales" y vimos así, a lo largo del siglo XIX cómo se empezaban a escribir química o física en alemán, biología en inglés, o microbiología en francés, de forma que los periféricos, como Cajal, se quejaban de que para estar al día en cualquier disciplina, había que poder leer como mínimo en esas tres lenguas.

Hoy ese desatino se ha corregido ya, gracias a que el inglés ha vuelto a adquirir el status que tenía antiguamente el latín, y así en París, Berlín, Moscú o Beijing, los científicos franceses, alemanes, rusos o chinos comunican sus descubrimientos prácticamente solo en inglés, o en algo más o menos parecido al inglés. En ese sentido, Cajal lo tendría hoy mucho más fácil y aun sin ir tan lejos, todavía en mi época de facultad, allá por los años sesenta, teníamos que utilizar manuales en esas tres lenguas científicas y en ocasiones, bibliografía en otras lenguas europeas "menores", mientras que a los estudiantes de hoy les basta con el inglés.

Algo se ha avanzado, pues, en lo de recortar los excesos lingüísticos en los que el nacionalismo había entrampillado a la actividad científica que, por lo menos en ese punto, ha conseguido recuperar su carácter intrínsecamente internacional.

Otra liberación de los miriñaques nacionales que estamos viendo es la emigración de tantos científicos desde sus países de origen a otros que les ofrecen mejores condiciones laborales, o climáticas, o sentimentales, o políticas, o quizá simplemente gastronómicas. Entre los premios Nobel de este año que hemos mencionado hay un poco de todo, desde el que ha seguido hasta otro país a una persona amada, al que ha perseguido mejores condiciones profesionales o de otro tipo.

Al fin y al cabo, siendo la ciencia una actividad apátrida y realizándose ya en una única lengua nuevamente universal, uno puede alzar el vuelo y, como decía Blas de Otero cuando quería ser un pato, repasar, pasar, pasar fronteras, como quien pasa el rato.

Así las cosas, ¿creen ustedes que es tan necesario eso de la recuperación o repatriación de cerebros?¿No creen que sería preferible poner mayor énfasis en que vengan a trabajar aquí científicos nacidos en otros países?

Nuestro nivel científico igual sale ganando, si seguimos mejorando las condiciones para que suceda esto último ya que, según parece, la ciencia no suele reconocer otra patria que la Humanidad.

Javier López Facal es investigador del Consejo de Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)

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