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Crónica:IDA Y VUELTA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Una máquina del tiempo

Antonio Muñoz Molina

Hermosas máquinas arcaicas relucen esta mañana de niebla en las vitrinas de la Residencia de Estudiantes. Parecen máquinas e instrumentos futuristas de hace un siglo, tan cercanas a la literatura como a la ciencia, a las fantasías científicas de Julio Verne o de H. G. Wells. Parecen máquinas fantásticas pero también están hechas con un refinamiento y una nobleza artesanas que nos recuerdan los instrumentos musicales: el mismo brillo de la madera bruñida y de los metales dorados, las formas meticulosas, la elegancia abstracta. Un largo estuche de reglas calibradoras de vidrio podría haber guardado una flauta; un largo termómetro destinado misteriosamente a medir el intervalo de un grado me recuerda esas copas de cristal para las que Mozart escribía partituras de una extraña sutileza acústica. Una urna con armazón de madera barnizada y paredes de cristal guarda en su interior una balanza y otros aparatos que mi ignorancia no identifica: podría ser una máquina del tiempo, o al menos su versión todavía experimental, que permitiría a su inventor enviar al pasado o al futuro pequeños animales, ratones o cobayas de laboratorio. Pero la sensación de futurismo antiguo la da mejor que ningún otro el objeto más bello y más raro en esta galería, una esfera de cristal que se prolonga en dos tubos y tiene en su interior filamentos metálicos, como una bombilla gigante y algo estrambótica: es un tubo de rayos X de hacia 1920, y podría formar parte de los circuitos necesarios para poner en marcha la máquina del tiempo, pero perteneció al Instituto Nacional de Física y Química en esa época en la que la investigación científica española estaba tan llena de promesas como la literatura.

Lo que se conmemora en la Residencia no es ningún motín, ninguna matanza. Los hechos decisivos tienden a ser invisibles: sin el trabajo de la Junta de Ampliación de Estudios algunas de las mejores cosas que han sucedido en España no habrían llegado a existir

Los fantasmas con los que uno suele cruzarse en la Residencia -especialmente si la visita a una hora despoblada, en una mañana invernal de niebla- suelen ser fantasmas literarios, sobre todo a causa de la falta de imaginación y de curiosidad intelectual de quienes nos dedicamos a los oficios de las letras. Hoy yo me encuentro con otros, no menos dignos de memoria, no menos trastornados en sus vidas por una Historia que de pronto se volvió inhabitable y sangrienta: químicos, físicos, neurólogos, cardiólogos, educadores, arquitectos, eruditos, hombres y mujeres que optaron sobriamente por dedicarse cada uno a un campo de estudio en el que la paciencia de la investigación y la felicidad de cada hallazgo mínimo se correspondía con una vocación de mejorar el país y de volverlo más ilustrado, más razonable y más justo. En filmaciones fragmentarias los fantasmas cobran una cercanía sobrecogedora. No vemos a Ramón y Cajal, a Menéndez Pidal o a Américo Castro en la inmovilidad sin tiempo de las fotos: se mueven, pasan las páginas de un libro, en un despacho desordenado de papeles; Ramón y Cajal está mirando por un microscopio y de pronto se vuelve y su mirada se encuentra con la nuestra, como si hubiéramos irrumpido en el laboratorio donde sigue trabajando a pesar de sus años, en un momento exacto de 1933.

En un país donde arrecian cada vez más las conmemoraciones de hechos brutales más o menos ficticios que sirven para alimentar orgullos de tribu, está bien que se celebre el centenario de la Junta de Ampliación de Estudios con una exposición tan poco enfática, tan llena de delicadeza, casi de sigilo, como si se hubiera querido continuar el espíritu de aquella institución que se propuso llevar a cabo unas cuantas tareas no muy llamativas pero sí muy necesarias: ayudar a que los investigadores pudieran viajar a otros países para ensanchar la inteligencia y aprender lo que aquí no era posible; crear escuelas limpias de oscurantismo; descubrir y preservar los testimonios más valiosos de la cultura popular. La evidencia del atraso y de la injusticia que padecía el país no empujaba a aquellos fantasmas queridos a la exasperación ni al fanatismo político. Más que las palabras importaban los hechos; más que los propósitos desaforados y los delirios milenaristas hacían falta proyectos razonables, empeños útiles que al irse cumpliendo mejorarían gradualmente el mundo.

En casi todas las conmemoraciones españolas hay un elemento arrojadizo. Nos tiramos fechas a la cabeza como si nos tiráramos guijarros afilados. Lo que se conmemora en la Residencia de Estudiantes no es ningún motín, ninguna matanza, y por eso la fecha corre el peligro de quedarse diluida. Lo que ocurrió en 1907 no da para hacer películas de heroísmo furioso y gran despliegue de extras vestidos con uniformes de época, ni para fortalecerle a nadie el victimismo y el narcisismo de una identidad colectiva. Los hechos decisivos tienden a ser invisibles: sin el trabajo de la Junta de Ampliación de Estudios algunas de las mejores cosas que han sucedido en España a lo largo de un siglo no habrían llegado a existir; Lorca, Buñuel y Dalí no se habrían encontrado, porque no se habría fundado la Residencia de Estudiantes; Severo Ochoa no habría tenido la carrera científica que lo llevó al Premio Nobel; Antonio Machado no habría viajado a Francia, ni José Ortega y Gasset a Alemania; Menéndez Pidal o Américo Castro no habrían tenido el aliento necesario para sus investigaciones históricas.

Miro en las vitrinas los cuadernos escolares de niños que estudiaron en el Instituto-Escuela, fundado por la Junta: sobre las hojas rayadas hay redacciones y ejercicios de limpia caligrafía, dibujos coloreados que muestran la germinación de una semilla o un paisaje africano con un elefante, la forma de una hoja o del ala de una mariposa. Algunos de esos niños, tan fantasmales ya como sus profesores y como el mundo en el que crecieron, se ven sentados en las aulas, con sus flequillos y sus pantalones cortos de niños muy antiguos, o corriendo o jugando al fútbol por los patios, contra un fondo de espacios diáfanos y ángulos rectos de arquitectura moderna. Niños y niñas educándose juntos como si ya vivieran en un país igualitario y clemente que en realidad no existía más allá de los patios de la escuela, sin saber que crecían para convertirse en carne de cañón al cabo de unos pocos años, algunos de verdugos y otros en víctimas, la mayor parte en supervivientes acongojados y atónitos.

Importa obrar con rectitud y meditar lo que se hace porque las consecuencias de cualquier acto pueden ser ilimitadas. Un amigo mexicano visita conmigo la exposición: él se educó en el colegio Madrid, al que ahora van sus hijos, y que fue fundado por algunos de aquellos maestros que tuvieron que irse al final de la guerra, irradiando tan lejos el sueño realizable de la instrucción pública. Desde las escaleras de ladrillo de la Residencia imaginamos las perspectivas abiertas de Madrid y de la sierra que se verían hace setenta años, cuando faltaba mucho para que su horizonte quedara cerrado por edificios hoscos. En una máquina del tiempo quisiéramos viajar aunque sólo fuera durante unos minutos a una mañana de enero parecida a ésta, en la que se escucharan a través de la niebla las voces jóvenes de las jugadoras de hockey o las lanzadoras de jabalina que hemos visto en las imágenes silenciosas de un documental. -

El laboratorio de España. La Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (1907-1939). Hasta el 2 de marzo. Residencia de Estudiantes. Madrid. www.residencia.csic.es

Imagen de un curso de Mineralogía en el Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid, hacia 1925, expuesta en la Residencia de Estudiantes.
Imagen de un curso de Mineralogía en el Museo Nacional de Ciencias Naturales de Madrid, hacia 1925, expuesta en la Residencia de Estudiantes.

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