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Reportaje:SILLÓN DE OREJAS

El flautista de Hamelin y otros regresos

Manuel Rodríguez Rivero

La última moda en el teatro de escenario múltiple que es Europa consiste en poner en escena piezas ya representadas en los años treinta, aquel "valle oscuro" que creíamos haber dejado definitivamente atrás. Pero no: la crisis -este agujero al que ningún espeleólogo ve el fondo- trae consigo el actual revival. Lo pensaba hace un rato, mientras el telediario me suministraba imágenes de la manifestación romana en la que neoenergúmenos asustados exigían la expulsión de todos los inmigrantes de Italia para aliviar la creciente ansiedad pequeñoburguesa: sí, también regresan en odres nuevos viejas categorías sociológicas. En ese país, en el que nadie entiende cómo un híbrido de vendedor de crecepelos de opereta y flautista de Hamelin ha conseguido laminar a la izquierda de modo tan absoluto (¿qué se hizo, Fabio, de los 12 millones de votantes eurocomunistas de antaño?), se encuentra hoy posiblemente la punta de lanza de la reacción europea. Mientras buena parte de los empresarios y banqueros del continente recupera el aliento tras su culposo silencio inicial y propone para salvarnos la única receta que conoce (despidos baratos, recorte de salarios, más sacrificios para los que siempre se sacrifican), y las elites políticas se limitan a "gobernar a ojo" (según feliz expresión de Sami Naïr), el panorama sigue ensombreciéndose desde Lisboa a los Urales. Cosas veremos, sin duda, semejantes a las que vieron nuestros abuelos. Para comparar similitudes y diferencias (que son muchas, sin duda), conjurar peligros, y aprender en cabeza ajena (si eso fuera posible), conviene fijarse en libros que reconstruyen aquel pasado que terminó oscureciendo cielos y tierra. Turner acaba de publicar La Alemania de Weimar. Presagio y tragedia, de Eric D. Weitz, una rigurosa síntesis de lectura apasionante sobre aquel periodo en el que convivieron efervescencia cultural, experimentación social y una crisis económica y política que acabaría alumbrando a quienes sumirían a Europa en su noche más oscura. De los rasgos más terribles de aquella noche y, especialmente, de la shoah, nos habla también La semilla de la barbarie. Antisemitismo y Holocausto (Península), de Enrique Moradiellos, un libro de divulgación media que explica perfectamente el clima en el que -con la aquiescencia de la mayoría del pueblo alemán- fue posible alentar y difundir el ya existente prejuicio antisemita, orquestar la discriminación de judíos en el seno de la sociedad (pogromos, leyes de Nuremberg) y, finalmente, proceder a su exclusión radical que, en los últimos años del Reich, sólo terminaba en el ominoso humo de los hornos crematorios.

Combato la depresión con poesía, un género cuya frecuentación es muy conveniente en épocas de crisis económica o dietética

Monstruos

Seguimos creando monstruos. No me refiero a los políticos, sino a los "culturales". Ahí tienen, por ejemplo, al tendero de lujo Murakami, mimetizando desde el Guggenheim como farsa lo que en Warhol, y hace cuatro décadas, tuvo su miga (lo comprobaremos de nuevo en la exposición de sus retratos que se inaugura en el Grand Palais de París el próximo día 18). Desde que hemos convertido la cocina en el octavo arte (¿o es el décimo?: he perdido la cuenta), nuestra producción de monstruos ha crecido exponencialmente. Leo en este mismo periódico una entrevista con uno de esos Buonarrotis o Tizianos de los fogones en la que el personaje explica orgulloso cómo, tras el nacimiento de su hija, se cocinó para él y sus amigos la placenta a través de la que, durante el embarazo, se habían cubierto las necesidades elementales de la, digamos, nascitura. Se la preparó en reducción de naranja y con caramelo y pimienta: "Fue algo espiritual", explica el tío, rememorando la ingesta (un punto antropófaga, la verdad) de su particular creación gastronómica. A este paso pronto veremos cola de "artistas" neococineros a la puerta de las maternidades, tratando de conseguir placentas (para empezar) como quien busca rarísimas trufas o sabrosos erizos de mar. Combato la depresión consiguiente con poesía, un género cuya frecuentación es muy conveniente en épocas de crisis económica o dietética. Leo por indicación de Susana, mi amiga en la librería Hiperión, Un tiempo libre (La Veleta), de Juan Marqués (1980), un poemario en el que encuentro versos a la vez sabios y sencillos, como los casi adolescentes de 'Orilla': "Quiero una vida simple, junto a ti, / y después un abrigo. // Un agua que acaricie los gatos de tus pies". Luego paso a mayores. Visor acaba de publicar las Poesías Completas de César Vallejo en edición de Ricardo Silva-Santisteban: vuelvo a estremecerme con el aldabonazo de ese poema que comienza: "Considerando en frío, imparcialmente, / que el hombre es triste, tose y, sin embargo... /". Termino regresando a los orígenes medievales gracias a Locus Amoenus (Galaxia Gutenberg), una magnífica antología (edición bilingüe de Carlos Alvar y Jenaro Talens) de la lírica que se cultivó en ocho lenguas (latín, árabe, hebreo, mozárabe, provenzal, galaico-portugués, castellano y catalán) en esta Piel de Toro que entonces sí era multicultural, y en la que San Vicente Ferrer hizo el milagro de devolver la vida al bebé que un villano pobre le había cocinado como pitanza y homenaje. La leyenda no nos dice si en el guiso se incluía la placenta (con reducción de naranja).

Brevedades

Me alivio de las noticias sobre el tardío juicio a los (hoy) ancianos carniceros jemeres rojos -y de la lectura del apartado correspondiente en Camaradas (Ediciones B), la historia del comunismo de Robert Service-, entregándome a novelas que pueden leerse en menos de dos horas. No encuentro en la prolija Cécile (compuesta hacia 1810; inédita hasta 1951) de Benjamin Constant (Periférica) los destellos de análisis psicológico que me deslumbraron en el Adolphe, de quien algunos la consideran continuación. Vuelvo a sumergirme con igual entusiasmo que la primera vez en Dora Bruder, la obra maestra (1997) de Patrick Modiano que acaba de reeditar Seix Barral. Leo, por último, con permanente sonrisa agridulce (interrumpida por esporádicas carcajadas) La dama de la furgoneta (Anagrama), un relato que Alan Bennett publicó por entregas en la London Review of Books hace veinte años (y convirtió más tarde en pieza teatral). La historia se centra en la pintoresca relación establecida -durante más de una década- entre el autor y miss Shepherd, una dama indigente que vivía (con sus bolsas de plástico repletas de pertenencias) en sucesivas furgonetas desahuciadas y aparcadas en el vecindario de Camden Town, y que acabó encontrando acomodo con su "hogar" en el cobertizo del señor Bennett. Miss Shepherd, un personaje literario construido con media docena de pinceladas, es a la vez tierna e insoportable. Exhibe una particular filosofía de la vida y le gusta el whisky Bell's ("no para bebérmelo; lo uso sólo para darme friegas"). Si le gustó el humor inteligente de Una lectura nada común, no se pierda este relato acerca de otra reina muy diferente. De nada. -

Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

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