La cara de la cruz
Luce López-Baralt, profesora de la Universidad puertorriqueña de Río Piedras, ha consagrado la totalidad de su vida docente investigadora a la agonía de la España mora, desde la toma de Granada por los Reyes Católicos hasta la expulsión de 1609 y la consiguiente diáspora morisca por toda la rosa náutica. El lento y doloroso proceso de asimilación forzada al vencedor, vivido desde dentro, imponía una serie de estrategias de supervivencia a la cultura secreta y acorralada de cara a la máquina inquisitorial que con tanta dureza se le imponía. El difícil acceso de los moriscos a las fuentes literarias y religiosas árabes se traducía en un idioma escrito cada vez más pobre. Ante la imposibilidad de expresarse en él, recurrían al aljamiado tanto como procedimiento ocultativo como manifestación de su arraigo a la herencia de sus antepasados de Al Ándalus. Como muestra la autora, la lengua vedada aflora no obstante a la superficie del español. Hablar contra el enemigo en el idioma del enemigo: tal era la dualidad y contradicción de los criptomusulmanes cuyas voces llegan hasta nosotros y cuya insólita muestra nos depara continuas sorpresas. Estas voces, silenciadas durante siglos y rescatadas poco a poco en los últimos ciento cincuenta años, han suscitado como sabemos una abundante bibliografía examinada a lo largo del libro con una erudición exhaustiva. La complejidad y riqueza de una gran cultura como la española no se nos revela en su totalidad sin un conocimiento de lo dejado en sus márgenes por las sucesivas podas que la configuran. Numerosos escritos analizados aquí reflejan una rara mezcla de sentimientos antagónicos y de valores opuestos: la añoranza por sus autores del país que les persiguió y el alivio de haber escapado de él. Como dice la arabista puertorriqueña:
"Cada vez que abrimos uno de estos códices nostálgicos, el mundo borrado de los últimos musulmanes de España vuelve a tomar vida, con toda la carga de dolor de sus denuncias históricas y toda la imaginación febril de su literatura fantástica. Los textos resultan incómodos para un lector occidental porque, debido a su flagrante hibridez, resultan muy difíciles de clasificar. Son orientales y occidentales a la vez, y, sin embargo, no encajan del todo en ninguno de estos dos mundos culturales".
Esta literatura clandestina abarca muy diferentes campos: tratados de curandería, profecías, conjuras mágicas, interpretaciones de sueños, leyendas orientales, itinerarios de viaje, manuales eróticos en donde se citan versos de Lope de Vega y hasta un espléndido soneto que podría haber salido de la pluma de Góngora. El repertorio es muy amplio y en él la zozobra ante el mundo real se compensa con el recurso a la fantasía más desbocada. El viaje maravilloso de Buluqiya a los confines del universo, trasunto de un relato de Las mil y una noches entreverado con la leyenda de la escala de Mahoma a los cielos a lomos de Al Buraq, señala la presencia en la literatura aljamiada del siglo XVI de estos corceles voladores en el espacio y el tiempo, capaces de recorrer en un segundo millones de kilómetros y años, cuya divertida parodia por Cervantes hallamos en el episodio de Clavileño. La mayoría de manuscritos moriscos proceden de las aljamas aragonesas y del exilio tunecino: son desdichadamente una pequeña parte de los que fueron destruidos por el Santo Oficio. La posesión de libros en árabe constituía un delito, y si Cide Hamete Benengeli hubiese sido un personaje real, la supuesta traducción del Quijote por el morisco de Alcaná de Toledo no existiría.
Uno de los criptomusulmanes más estudiados por los arabistas de nuestros días es el Mancebo de Arévalo, cuyo afán por salvar la cultura de sus ancestros le llevó a establecer en la Tafsira un inventario de sus restos. Medio antropólogo, medio periodista, entrevistó a los ancianos que habían memorizado el Corán y que, como la Mora de Úbeda, habían sido testigos de la toma de Granada y de las violencias que la acompañaron. Sus conversaciones con Alí Sarmiento y Yuse Benegas le procuraron igualmente una información valiosa sobre el estado de ánimo de sus compatriotas, embebido de pesimismo. Como dice el último, refiriéndose a la pragmática de 1501, que imponía a los granadinos la conversión forzosa o el exilio, "si el Rey de la Conquista no guarda fidelidad a sus promesas, ¿qué aguardamos de sus sucesores?".
La astrología de persas y árabes -conocedores de la obra de Ptolomeo- influyó como sabemos tanto en el entorno de Alfonso X el Sabio como en Ramon Llull, Arnau de Vilanova y Francesc Eiximenis. Los astrolabios y horóscopos eran muy apreciados en la Baja Edad Media, ya fuera en la España cristiana como en la musulmana, y Luce López-Baralt comenta con humor los oráculos del estrellero Abdala, favorecido por una numerosa clientela femenina a la que auguraba la buena suerte y un matrimonio dichoso.
Las profecías revisten un especial interés, dada la situación angustiosamente precaria de la comunidad morisca. Mientras algunos aljofores, para darle ánimos, le presagiaban un porvenir glorioso y vaticinaban la victoria final del islam fundándose en tradiciones que se remontaban a tiempos de Mahoma, otros, más realistas, preveían el fin de su presencia en España, atribuyéndolo a sus muchos errores y pecados. El Mancebo de Arévalo explicaba la toma de Granada como un castigo celeste, aunque no descartaba un vuelco inesperado de las cosas por la intervención misericordiosa de Alá.
Los talismanes, conjuros y bebedizos moriscos no diferían mucho de los de los cristianos aunque en ambos casos habían sido condenados por sabios y juristas. Al recorrer las páginas de este apartado del libro, he comprobado que se asemejan por su contenido a los que se anunciaban hasta fecha reciente en la plaza de Marraquech y aún hoy día en los aledaños del metro parisiense de Barbés-Rochechouart, obra estos últimos de morabos de Malí o Senegal, una de cuyas tarjetas de visita, con la enumeración de sus poderes milagrosos, reproduje en mi novela Paisajes después de la batalla (en marzo de 2009, otro morabo de Barbés prometía el "amor perfecto" -¡el de que él o ella te sigan por doquiera como perros!- e incluso la obtención del permiso de conducir).
Los amuletos sagrados destinados a proteger el cuerpo femenino de los peligros que le acechan (mal de ojo, posesión demoniaca, etcétera) se acompañaban en el siglo XVI con recetas de índole muy diversa (las de una mujer herbolaria para curar la hernia, para tornar el rostro fresco y colorado, para las tetas hinchadas, para saber si la moza o el mozo son vírgenes). Una colección de filtros y pociones había sido traducida del árabe en el Lapidario alfonsí y -¡corrían otros tiempos!- su repertorio de poderes taumatúrgicos exhibía una asombrosa licencia sexual (para amarte cuantas mujeres quisieres, para engañar a tu marido todo el tiempo sin que él lo advirtiere, para hacer fornicios sucios, para ser un muchacho más femenino y desvergonzado). Según consta documentalmente, nada menos que el cardenal Jiménez de Cisneros recurrió a los servicios de una sanadora mora a quien recibió en su palacio del Generalife y, pese a haber curado gracias a sus buenas artes, mal se lo agradeció a ella y a sus compatriotas.
Otro capítulo del libro de gran interés es el dedicado a los itinerarios secretos de los moriscos para ir a Venecia y Constantinopla. Verdaderas guías de viaje, describen las etapas del trayecto a través de Francia y el norte de Italia hasta el puerto de destino. En realidad se trataba de una vía de dos carriles: para quienes huían de la Península anticipándose a la expulsión y para los que regresaban clandestinamente a ésta movidos por la nostalgia. Dicha ambivalencia, magistralmente encarnada en el Ricote cervantino, trasluce el desdoblamiento de los exiliados: musulmanes en España y españoles fuera. Como diría un siglo y pico después en Túnez un descendiente de los expulsos: "Nos han expelido de España porque éramos moros y aquí nos desprecian porque dicen que somos cristianos". Otros viajes furtivos entrañaban mayor peligro. Algunos moriscos, incluido el Mancebo de Arévalo, cumplieron el precepto religioso de la peregrinación a La Meca -a la que llaman romeaje o alhache- y nos dejaron un testimonio de su ritual, como el recogido en las Coplas de Puey Monzón, cuya emotiva ingenuidad se expresa en un castellano sencillo, de raigambre popular.
Hace ya algunos años, con el título de Un Kama Sutra español, Luce López-Baralt sacó a luz y prologó el tratado de un morisco anónimo de Túnez, en el que el autor evoca con añoranza su doble vida en España; la de un musulmán devoto y la de un hispanizado admirador de Lope de Vega y otros poetas del Siglo de Oro. El libro, editado por Siruela en 1992, imanta al lector curioso. El exiliado, conocedor de los manuales amatorios árabes, pero seguidor de Zarruq, guía sufí de Fez, mezcla oraciones y suras del Corán con la relación de las distintas fases de la unión carnal entre marido y mujer -en lo que se distingue de Nefzawi, cuyo sexo sin fronteras sedujo al célebre Richard Burton al punto de inducirle a traducir al inglés su Jardín perfumado-, cópula que describe con todos sus nombres y pormenores, sin olvidar en ningún momento -y eso sí es una novedad- el placer femenino. Alcanzar el derrame simultáneo, nos dice, contenta a la mujer, porque de ello deriva el "quererse mucho" entre ambos. ¿Imagina el lector un texto así en la España inquisitorial?
La literatura secreta de los moriscos nos introduce en un espacio vedado, con frutos insólitos y a veces de notable calidad literaria: tal es el caso del poema satírico de Juan Aragonés sobre la Eucaristía que desgraciadamente no cabe reproducir aquí o del soneto gongorino de otro refugiado en Túnez, analizado en su día por Álvaro Galmés de Fuentes. Ambos pertenecen a la buena poesía de la época y han llegado a nosotros sorteando guerras, persecuciones, exilios o la condena, igualmente cruel, a acumular melancólicamente el polvo en el purgatorio de las bibliotecas. Debemos agradecer a Luce López-Baralt su incansable labor de rescate para devolverlos a los lectores de hoy.
La literatura secreta de los últimos musulmanes de España. Luce López-Baralt. Trotta. Madrid, 2009. 704 páginas. 40 euros.
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