De la Rambla a plaza de Cataluña
El pasado 1 de diciembre, siguiendo una vieja costumbre de cuando paro en Barcelona, salí a ramblear. Digo ramblear o ir de rambleo, porque un paseo por la gran arteria de la Ciutat Vella, única en España, Europa y quizás el mundo, no es lo mismo que deambular por Gran Vía, Broadway o los Campos Elíseos. Se ramblea, como se medinea en el espacio de las ciudades islámicas.
Si el tiempo lo permite -y la tarde era espléndida-, el ramblero se detiene a contemplar las actuaciones de los juglares y las poses, cada vez más insólitas y elaboradas, de las estatuas vivas. Puede retratarse con la mujer obesa con falda de miriñaque, asistir a la danza de la muerte de algún hábil titiritero, dar con un monstruoso avechucho de alas inquietantes; curiosear por los puestos de flores y plantas exóticas; detenerse a examinar los acuarios y jaulas con toda clase de pájaros y tortugas. La multitud que fluye como el río de Heráclito se expresa en un Babel de lenguas: catalán, castellano, francés, inglés, alemán, árabe, urdu, chino
... Es una masa peatonal festiva, al acecho de cualquier novedad y espectáculo, en la que se confraterniza con los desconocidos que conforman el corro de mirones. El buen humor es general y aquel día, embebido de él, subí lentamente hasta el quiosco de Canaletas y me detuve ante la vasta oferta de periódicos en todos los idiomas del planeta. Compré La Vanguardia, Le Monde y The Herald Tribune para mí y Al-Chark Al-Awsat para mi acompañante. Entonces, ya en el límite con la plaza de Cataluña, divisé una inmensa y bulliciosa concentración.
El espacio central de la plaza se hallaba cubierto por un mar de banderas y escuchaba de lejos, sin entenderlos a causa de mi pobre oído, lemas y estribillos. Se trataba, creía, de la muy comprensible protesta ciudadana por la acumulación de desastres de los trenes de Cercanías y, pese a mi hartazgo de esta clase de manifestaciones, pensé unirme brevemente a ella por pura solidaridad. La llegada al lugar en donde estaba de un participante en la manifestación convocada por un amplio abanico de partidos y asociaciones del Govern y de la oposición nacionalista me disuadió de hacerlo. El buen hombre, envuelto en una senyera, exhibía una pegatina: Jo també sóc un català emprenyat! Cuando me disponía a dirigirle la palabra y comentar los problemas creados por el AVE, advertí otro cartelito con la letra: Independència ja! Sé por experiencia la inutilidad de razonar frente a hondas y muy sentidas emociones identitarias, ya sean españolas, catalanas, vascas, flamencas, serbias o lo que sea. ¿Se puede prohibir, como hizo el Gobierno chino, la reencarnación del Dalai Lama? Así, di media vuelta y, a escasa distancia, me topé con otra, pero muy modesta, manifestación. Una treintena de personas, en su mayoría muchachas y jóvenes veinteañeros, a quienes se unían un par de varones de mediana edad y una mujer con la bufanda arcoíris de las asociaciones gais y lesbianas, portaban pequeñas pancartas con la inscripción: Abrazos gratis. Curioso como soy, me acerqué a preguntar a una chica a qué grupo o partido pertenecían. "A ninguno", me dijo. "Es una iniciativa espontánea". Tras lo cual, en vista de que me disponía a ramblear otra vez, añadió: "¿Puedo darle un abrazo?". "Con mucho gusto", le contesté. Nos enlazamos cariñosamente, y, con el calor de este gesto solidario entre dos ciudadanos, simples seres humanos, me abandoné de nuevo a mi instinto de ramblero entre aves, tortugas, flores, actores, juglares, inmerso en el tráfago de una multitud políglota, consciente del privilegio de pertenecer a un mundo abigarrado y complejo, el único del que me reconozco parte integrante, y en el que deseo vivir, como en el viejo matrimonio católico, hasta que la muerte nos separe.
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