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Crónica:A PIE DE PÁGINA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Enfermos de literatura

Enrique Vila-Matas

Veo en Jules Renard al enfermo de literatura por excelencia. En su Diario aparece un hombre instalado permanentemente en la litera más dura del vagón de la droga más dura de la literatura. Valga como ejemplo esta frase: 'Escribir es una forma de hablar sin ser interrumpido'. Estoy ahora observando una de sus fotografías familiares y en ella aparece con una monstruosa expresión de malhumor: el clásico enfermo crónico de literatura, un maniático del escritorio. La fotografía es al aire libre, el día sumamente agradable. Los niños, sus dos hijos, sonríen a la cámara y son maravillosos. A su mujer se la ve muy saludable. Pero él está de un humor de perros, como si alguien hubiera osado interrumpirle cuando estaba hablando. Se nota que tiene síndrome de abstinencia y piensa que debería estar ya en su escritorio.

'Escribir es una forma de hablar sin ser interrumpido', asegura Jules Renard

'Escribir', dice Lobo Antunes, 'es como drogarse, se empieza por puro placer, y acabas organizando tu vida como los drogados, en torno a tu vicio. Y ésa es mi vida. Hasta cuando sufro lo vivo como un desdoblamiento: el hombre está sufriendo y el escritor está pensando en cómo aprovechar este sufrimiento para su trabajo'.

El más allá del enfermo de literatura es Kafka: 'No, querida Felice, no es que tenga una tendencia hacia la literatura, es que soy literatura'. A esta declaración de que su cuerpo es puro texto podríamos calificarla de alta literatosis, por emplear un término acuñado por Juan Carlos Onetti.

Incluso cuando andaba ya medio muerto, Renard pensaba en cómo aprovechar literariamente su defunción: 'Enfermo, ya no puedo meter la llave en la cerradura a la primera. Esto me recuerda a uno de mis cuentos'. Creo que está claro que fue un enfermo de literatura hasta la sepultura. Hay que estar muy seriamente enfermo (que diría Gil de Biedma), muy enfermo de literatura para pensar lo que Renard pensó cuando al final de sus días cayó enfermo (esta vez físicamente) y se dijo a sí mismo que sólo podría sanar si escribía: 'He vuelto a perder el equilibrio. Toco fondo. Curación inmediata si trabajase'.

La escritura como droga dura. Lobo Antunes, que es médico de profesión, ha acabado organizando su vida en torno a su vicio literario. Acude todas las mañanas a un hospital de Lisboa y allí no va a trabajar sino a escribir, a leer y escribir. Lo hace no muy lejos de la cama del hospital San Luis de los Franceses, donde Pessoa escribió su última línea, con una curiosa falta en inglés: 'I know not what to-morrow will bring'. Escribir desde el hospital es lo que hace W. G. Sebald en el inicio de Los anillos de Saturno: 'Fui ingresado, en un estado próximo a la inmovilidad absoluta, en el hospital de Norwich, la capital de la provincia, donde después, al menos de pensamiento, comencé a escribir estas páginas'.

Si el enfermo de literatura Lobo Antunes va a escribir al hospital, el gallego Luis Pimentel, médico y poeta de Lugo en la dura posguerra española, iba a trabajar al hospital de Santa María, pero allí escribía. Me sé de memoria unos versos que tienen un curioso aire de familia con Pessoa: 'Me he quedado aquí, / solo y quieto, / dentro de mi blusa blanca. / La tarde es plana, / y hay un beso frío de cemento / y un ángel muerto sobre la hierba. / Pasa un médico. / Pasa una monja. / Entre luces de algodón, / el quirófano asciende'.

Pienso en las tardes ambiguamente planas y entre luces de algodón de una novela ineludible en el infinito tema de los enfermos de literatura, las tardes eternas de La montaña mágica, de Thomas Mann. Y me acuerdo de la seducción que ejercen la enfermedad y la muerte en muchos de los recluidos en el sanatorio donde transcurre la novela. Y me viene a la memoria el caso de aquel joven del que Mann nos dice que devolvieron del sanatorio a su casa, a título de ensayo, como casi curado. El joven volvió a los brazos de su mujer y de su madre, a los brazos de todos los suyos. Pero durante todo el día permanecía tendido, con el termómetro en la boca, y no se preocupaba de nada más. 'Vosotros no comprendéis esto', decía, 'hay que haber vivido allá arriba para saber cómo deben hacerse las cosas. En esta casa los principios esenciales no existen'. Finalmente su madre, cansada, le dijo que se volviera allá arriba, que ya no servía para nada su hijo inútil. Y el joven volvió a 'su patria', que así es cómo llamaban todos los enfermos al sanatorio encantador.

El enfermo de literatura escribe desde el hospital de la literatura misma, todo lo ve desde ella, pertenece a esa clase de enfermo que, como diría Alejandro Rossi, lee el mundo como si fuera la continuación de un interminable texto literario. Es un enfermo que no desdeña, como carne literaria, nada. 'Está condenado a fijarse en todo: en las lágrimas de la viuda, pero también en sus piernas enloquecedoras, en la exagerada manzana de Adán de aquel imbécil y en la envidiable pluma fuente de un amigo'.

La tarde también es ambiguamente plana hoy en mi casa, acabo de regresar de Lisboa y aquí estoy de nuevo en mi escritorio, en 'mi patria', entregado sin voluntad pero con una exagerada regularidad, con una monstruosa perseverancia, a la escritura, a esa hidra íntima (decía Rimbaud), sin fauces, que consume y aflige. Estoy aquí, solo y quieto, dentro de mi blusa blanca, la casa entera convertida en un hospital. Y me acuerdo de Paul Valéry, descrito por su hijo en Valéry visto por su hijo, donde descubrimos en el autor de Monsieur Teste a un completo enfermo de literatura, a alguien capaz de llevar hasta el límite su temible disciplina del espíritu: 'Este hombre (mi padre) levantado antes de la aurora, en pijama, con los hombros cubiertos por un chal, el cigarrillo entre los dedos, los ojos fijos en la veleta de una chimenea, mirando nacer el día, se entregaba con implacable regularidad a un rito solitario: crear su propio lenguaje...'.

Juan Villoro me recordaba el otro día un aforismo de Lichtenberg, que encaja muy bien en este hospital de citas literarias en que ha terminado por convertirse el enfermo imaginario que es este artículo: 'En cuanto se tiene un padecimiento se tiene una opinión propia'. Exacto. Opino ahora, dentro de mi blusa blanca, que Valéry me recuerda a la enfermedad literaria de Lady Macbeth cuando Shakespeare nos dice que, en ausencia de su Majestad, se le ha visto levantarse del lecho, echarse encima una blusa blanca, abrir el escritorio, sacar un papel, doblarlo, escribir unas líneas, leerlas, sellarlo y volver luego al lecho, y todo eso profundamente dormida. Extraña forma de sueño. Cuando le cuenten todo esto al médico, éste comentará así la actividad de su paciente escritora: 'Gran perturbación de la naturaleza es ésta en que se goza de los beneficios del sueño sin perder los efectos de la vigilia'. Se nota que el médico también es Shakespeare, también está enfermo.

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