GRAN ICONO VERDE
Nació como símbolo. En 1931, cuando el presidente Hoover pulsó desde Washington el botón que lo iluminaba a distancia, declarándolo oficialmente inaugurado, el Empire State Building (ESB) -que sería el edificio más alto del mundo durante los 40 años siguientes- simbolizaba el poder de la voluntad sobre los estragos económicos y morales de la Depresión. Levantado en poco más de 13 meses sobre un diseño (de William F. Lamb, de Shreve, Lamb & Harmon) pergeñado en 15 días, la construcción del rascacielos dio empleo diario a casi 4.000 obreros en un momento en que conseguir trabajo era el mayor anhelo de una nación todavía incrédula de la fragilidad del gran sueño americano. Jay Gatsby, el símbolo de una América en la que todo era posible, ya era solo un recuerdo.
Los propietarios del Empire State quieren que el edificio sea un hito en el combate contra las emisiones de carbono y el desperdicio de energía
Sus comienzos no fueron fáciles: más de la mitad de sus oficinas y espacios comerciales tardaron años en encontrar quien los alquilara (en la prensa se le llegó a poner el marbete de Empty -vacío- State Building), y sus propietarios pensaron repetidamente en venderlo. Hasta principios de los cincuenta cuando se convirtió en el segundo edificio de oficinas más grande de EE UU después del Pentágono, la gigantesca mole art déco de acero y hormigón no comenzó a ser rentable. Pero para entonces ya se había convertido en el gran icono de la ciudad, el equivalente a la torre Eiffel de París o el Big Ben de Londres, antiguas capitales del mundo a las que Nueva York había arrebatado el cetro. A la construcción del mito contribuyó desde el principio la cultura popular, que nunca ha dejado de utilizarlo. En 1933, un gigantesco orangután (King Kong, de Cooper y Shoedsack) de sentimientos demasiado humanos se encaramaba al pináculo que remata el edificio para defenderse a manotazos de los proyectiles de sus inhumanos cazadores. Irene Dunne y Charles Boyer, primero, y Cary Grant y Deborah Kerr, después, vivían su melodramático amor en el observatorio del piso 86 en sendas películas de Leo McCarey (Tú y yo, 1939 y 1957) que consagraron al ESB como un perfecto escenario romántico. La lista sería interminable. Hasta Joe Kavalier, uno de los protagonistas de la novela de Michael Chabon Las asombrosas aventuras de Kavalier and Clay (2000, Mondadori), se alquila un pequeño despacho en el edificio para proseguir su apasionante peripecia en torno a las posibilidades del escapismo y lo que significa ser judío en América.
Ahora sus propietarios se han empeñado en convertir el ESB -al que el 11 de septiembre restituyó su título de rascacielos más alto de la ciudad- en un símbolo verde, un hito del combate contra las venenosas emisiones de carbono y el desperdicio de energía. Sellarán mejor sus 6.500 ventanas, optimizarán los servicios de calefacción y aire acondicionado, enseñarán a los arrendatarios a usar más eficientemente el espacio que alquilan. El Empire, afirman, será el emblema global de la América que ahorra energía. Pero dudo que tenga más eficacia simbólica que la mirada de King Kong a su adorada Ann Darrow cuando comprende que todo está perdido.
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