La noche que dio luz al mito JFK
La elección del presidente Kennedy hace 50 años marcó a toda una generación
En la madrugada del 8 de noviembre de 1960, mientras Kennedy seguía con inquietud el escrutinio electoral en la finca familiar de Hyannis Port, un ataque de cansancio, dolor y ansiedad -a consecuencia de una larga campaña y de los numerosos fármacos para paliar sus dolencias óseas crónicas-, le obligó a irse a la cama a las 3.33 horas de la madrugada. En ese momento, el recuento no podía estar más reñido: Pensilvania, Misuri, Illinois, Minnesota y California estaban en una disputa cerrada entre ambos candidatos. Finalmente, Kennedy ganó a Nixon en todos estos Estados exceptuando California, y la diferencia en todo el país fue tan solo de 112.000 votos. Aquella noche de hace cincuenta años, JFK se acostó como candidato a la baja en las previsiones de voto y a las 8.45 de la mañana, cuando lo despertó su inseparable hermano Bobby, se levantó como presidente.
La espontaneidad y frescura de Kennedy vencieron a un Nixon de discurso antiguo y viejas soluciones
Fue un ajustado triunfo electoral que propició el nacimiento de un mito: el presidente más amado por el pueblo americano -como recuerda Obama en sus discursos-, el que más ha influido en su proceso político; con toda probabilidad, uno de los mayores emblemas de la modernidad en ese país. Los mil días que duró su presidencia fueron suficientes para marcar profundamente la memoria colectiva de un pueblo y de toda una generación mundial que encontró en Kennedy lo que ardientemente necesitaba encontrar: un cambio del sistema de valores tradicionales, una nueva forma de ver y entender la vida.
Haber nacido diez años después de Lyndon B. Johnson, o casi veinte años después de Adlai Stevenson, dos de los líderes significativos del Partido Demócrata, colocaba las raíces de Kennedy en una América más sencilla, más lejana de la vieja escuela de los líderes norteamericanos clásicos. Una vieja escuela de la que se tuvo que valer para poder acceder a la presidencia, pero en la que provocaba un cierto temor porque rompía el clásico perfil de los políticos que habían sido presidentes o vicepresidentes en ese país: de origen irlandés, católico, natural de Nueva Inglaterra, hombre de Harvard, con gran formación histórica, con firmes convicciones respecto a los principios de libertad y los derechos civiles, y también miembro de uno de los clanes económicamente más poderosos de Estados Unidos, pero, por su afán individualista, distante de los principios políticos e ideológicos que representaba su padre.
Kennedy como candidato era, por tanto, difícil de encuadrar en las generalizaciones sociológicas que se suelen realizar del electorado norteamericano. Era un político que estaba fuera de la normalidad, en su origen, en su formación, en su renovado idealismo, distante de otros presidentes como Wilson o Roosevelt, y que también expresaba la desconfianza de la generación de la posguerra por la vieja forma de hacer política: las promesas de grandeza de siempre, la pomposidad en los gestos, la retórica hueca, las palabras encendidas que solo expresaban demagogia, los movimientos de brazos y el signo de victoria, los besos a los niños.
Es evidente que cualquier político que quiera llegar a presidente -y Kennedy lo deseaba- tenía que entrar en unas reglas de juego que suponían aceptar este fingimiento, pero también es cierto que Kennedy tenía clara una serie de cosas que nunca haría en la fase de comercialización en la que entra una persona en su camino a la presidencia de Estados Unidos. Su famoso dibujo dedicado a sus colaboradores en plena campaña, de un hombre agitando los brazos y haciendo la señal de victoria con una frase debajo que decía: "Siempre juré que una cosa que no haría nunca es...", no era fruto de una pose sino de un claro convencimiento de lo que no podía hacer. En ningún caso traicionó ese sentimiento: nunca empezó ninguna frase con un Jackie y yo, nunca gesticulaba con los brazos ni adoptaba poses agresivas, no le gustaba estrechar las manos y detestaba besar a los niños que, en su opinión, tenían cosas más importantes que hacer que besar a políticos presidenciables.
Esta aparente frialdad, que tanto le recriminaban sus asesores y utilizaban sus rivales políticos, se rompía cuando con la apariencia exterior de serenidad y calma expresaba con seguridad sus argumentos, en lo novedoso de su desarrollo, en la capacidad de improvisación, y cuando la emoción contenida se reflejaba en sus ojos y en el ahogo de sus palabras en los momentos cumbres de sus discursos. Fueron estas cualidades de frescura, espontaneidad y sinceridad las que vencieron a un sombrío Nixon, de apretada mandíbula, con antiguo discurso y viejas soluciones, en el debate televisado pocos días antes de las elecciones.
Todas estas cualidades reflejaban una atractiva personalidad y, sobre todo, a un político de nueva hechura y factura, una persona que en su inicial ingenuidad prometía la liberación del idealismo americano, existente muy en el fondo del carácter nacional, pero aprisionado por la astucia y el cálculo de la sociedad americana de los años cincuenta. Ofrecía a los jóvenes la posibilidad de convertirse en algo más que satisfechos accionistas de una nación satisfecha, la necesidad de corresponsabilizarse en el destino de la nación rompiendo la pasividad e incorporándose a las labores colectivas del día a día, en el trabajo, en la universidad, en el barrio, en su ciudad. La responsabilidad colectiva de un pueblo en la solución de los numerosos problemas que acuciaban a una parte importante de la sociedad americana: los problemas económicos, laborales, de formación y asistencia a los desfavorecidos, de lucha por la igualdad y por la defensa de los derechos civiles. Unas promesas que se plasmaran no solo por la voluntad de un presidente y de un Gobierno, sino principalmente por el esfuerzo y sacrificio de toda la nación.
Este era el sugerente mensaje con nuevas formas que ofrecía Kennedy a los ciudadanos estadounidenses, y estos no dudaron en aceptarlo aquella noche de un frío invierno de hace 50 años. El voto popular, uno de los más amplios jamás emitidos, daba la presidencia a la renovación y a la inocente ingenuidad. Una ingenuidad que, en gran parte, se perdió en los primeros días de su gestión presidencial y sobre todo en sus principales decisiones en la política exterior. Un idealismo que tuvo reflejo en determinadas medidas internas para establecer la Nueva Frontera deseada por Kennedy y que suponían una modernización de la sociedad americana, pero también un idealismo que dejó paso al oscuro pragmatismo tradicional, traicionando el espíritu y el fondo de su propio mensaje, cuando tuvo que enfrentarse con episodios de la guerra fría como la consolidación del triunfo de la revolución cubana, Bahía de Cochinos o la Crisis de los Misiles. La difícil solución entre un idealismo convencido y el pragmatismo de la política de gobierno del día a día. Un Kennedy como figura histórica contradictoria.
Aun con todas las incongruencias, que fueron muchas, la figura de Kennedy y su trágico asesinato supusieron para Estados Unidos no solo el principio y fin de una época, sino también el nacimiento de un mito. Un mito que, a pesar de sus grandes debilidades humanas y de poseer, como todos ellos, las manos de oro y los pies de barro, trasciende esos años y le coloca en un lugar destacado de la historia reciente de Estados Unidos. Como señala Ted Sorensen, su persona de mayor confianza, una época hace 50 años en la que un pueblo había perdido la ilusión, y un hombre la encontró.
Gustavo Palomares es profesor de la Escuela Diplomática de España, presidente del Instituto de Altos Estudios Europeos (IAEE) y catedrático en la UNED.
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