Crecimiento o barbarie
Evitar morir de unas tasas intolerables de paro o de un exceso de déficit público: ese es el dilema de la política económica
Viene de la página anteriorUn fantasma recorre Europa: el fantasma de la quiebra por la acción de los especuladores. Todas las potencias de la vieja Europa se han unido en una Santa Alianza para acorralar a este fantasma. Mientras ello ocurre, millones de ciudadanos se ven aquejados por el estancamiento económico y la deflación, que ha multiplicado en los últimos dos años y medio el número de desempleados y el empobrecimiento de las clases medias, y que amenaza con extenderse en el largo plazo. Las últimas cifras aportadas por Eurostat, la oficina de estadísticas de la Comisión Europea, así lo muestra: la zona euro sólo está creciendo a una tasa interanual del 0,5%, y la Unión Europea de 27 miembros, a un anémico 0,3%, porcentajes muy insuficientes para mejorar la inversión, el consumo, el comercio exterior, etcétera, al ritmo suficiente para crear puestos de trabajo en cantidades masivas, recuperar el bienestar perdido y competir con EE UU o la emergente Asia.
Al finalizar 2009, la deuda pública y privada ascendía a casi cuatro billones de euros, el 390% del PIB
Zapatero no ha podido resistirse a una política de 'rigor mortis' que reducirá el crecimiento y afectará al empleo
Como consecuencia de la batalla contra el endeudamiento y el déficit público (que en estos momentos multiplica en los diferentes países por dos, tres o cuatro los porcentajes permitidos por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento que obliga a los países de la eurozona), los Estados han retirado con rapidez los planes públicos de estímulo que sustituyeron a la dimitida inversión privada en los momentos más álgidos de la Gran Recesión. Cautivos y desarmados por la acción de los mercados, que amenazan con no prestarles más dinero o con no renovar los créditos pendientes, los Estados dedican sus esfuerzos prioritarios a reducir sus desequilibrios, especialmente los déficit y la deuda, sin contemplar los efectos colaterales que tal ausencia puede tener en la coyuntura más inmediata, en términos de reducción del crecimiento económico y, consiguientemente, en disminución de las cifras de paro. El genial Plantu lo dibujaba expresivamente en la primera página de Le Monde: en el Festival de Cine de Cannes se presenta el Robin Hood, de Ridley Scoot, y su protagonista, Russell Crowe, lanza la flecha del "rigor"... que se clava en el corazón de un trabajador manual que pasaba por allí.
Se ha entrado en una nueva fase de la crisis económica: la de la deuda soberana. Tras el estallido de las hipotecas de alto riesgo, los aumentos de los precios de los alimentos y las materias primas, los riesgos por la falta de liquidez y de solvencia de las entidades financieras, y la recesión en la economía real, llegan ahora las dificultades de los Estados, que no dan más de sí. Lo que comporta una gran paradoja: tras haberse endeudado éstos para salvar a los grandes bancos de la quiebra (generando una liquidez masiva, comprando activos de mala calidad, garantizando las emisiones de la deuda privada y entrando en el capital de las entidades, nacionalizándolas durante un rato), y después de haber gastado masivamente en programas de estímulo para que no cayeran sectores productivos enteros en los concursos de acreedores y en las quiebras masivas y para que la Gran Recesión no se convirtiese en una Gran Depresión como la de los años treinta del siglo pasado, los Estados son acusados ahora -por los mismos que fueron auxiliados con el dinero de los contribuyentes- de derrochadores. Las agencias de calificación de riesgos, esas tres empresas privadas que actúan en régimen de oligopolio sin regulación alguna y que concedieron sus máximas calificaciones a empresas como Enron, a bancos como Lehman Brothers y a los productos derivados opacos y fuera del balance de las entidades, ahora se ponen estrechas y rebajan las posibilidades de países enteros, con lo que ello supone de sufrimiento para sus ciudadanos.
Desde el verano de 2007, los gobernantes de los países más importantes del mundo se pusieron aparentemente de acuerdo (en tres reuniones del G-20, en Washington, Londres y Pittsburg) en evitar los abusos que habían dado lugar a la crisis financiera más importante de los últimos 80 años. Hay algo muy profundo que ha cambiado con la crisis, dijo el presidente de la Comisión Europea, Durão Barroso: las autoridades no van a consentir que los financieros vuelvan a las andadas y nos lleven a la situación anterior. Ya estamos en la situación anterior. La regulación de los mercados financieros, la creación de un fondo con ingresos de la banca para que si se vuelve a producir la caída de uno de ellos se evite con el mismo y no con dinero de los presupuestos públicos, la creación de una tasa Tobin que contribuya a la lucha contra la pobreza y se evite en parte la volatilidad de los movimientos de capitales, los topes a los indecorosos bonus y a los paracaídas de oro de los ejecutivos, han quedado en nada, excepto en EE UU, donde Obama intenta aprobar una ley que impida los delirios del pasado. Zapatero, como presidente de turno de la UE, fue interpelado por el hasta ahora primer ministro británico Gordon Brown para que no introdujese una regulación de los fondos de alto riesgo (hedge funds) en medio de la campaña electoral del Reino Unido porque le venía mal. Zapatero aceptó el retraso. Pues bien, algunos de estos hedge funds son los que han protagonizado la campaña especulativa contra el Reino de España y contra el euro en estas últimas dos semanas.
Así pues, hasta ahora la batalla la han ganado los mercados descontrolados, de los cuales los especuladores son su esencia, no una rareza. La especulación es el corazón de la actividad financiera, cambiaria o bursátil, no una excrecencia del sistema. Son esos mercados los que han dicho: no hay alternativa; no hay opciones de política económica. Luchar contra el déficit a través de la reducción de la inversión y del gasto público es el mal menor. Si no se hace así, no entrará más dinero y no se podrán pagar ni las pensiones, ni el seguro de desempleo, ni la sanidad pública o la educación; ante tal vértigo, los Estados no han tenido más remedio que plegarse, y los Gobiernos de los mismos, olvidar los ritmos de cadencia de la política económica y sus prioridades. Además, a pesar de las profundas diferencias económicas entre los países atacados (hasta ahora, sobre todo, Grecia, Portugal, España, Irlanda e Italia), los mercados financieros internacionales han reaccionado con pocos matices al deterioro.
Así, han emergido escenarios que hasta apenas hace mes y medio parecían inconcebibles, tal es el grado de volatilidad levantada; por ejemplo, la ruptura de la eurozona de 16 países, que con tantos esfuerzos se ha construido desde principios de siglo, o la segmentación de las economías que la componen (países de primera y segunda división), según el grado de sostenibilidad de sus finanzas públicas. Se hace más realidad lo que los miembros del Grupo de Reflexión, presidido por Felipe González, expresaban en una carta dirigida al Consejo Europeo al entregar el Proyecto Europa 2030: "Lo que vemos no es tranquilizador para la Unión y sus ciudadanos: crisis económica global, Estados al rescate de banqueros, envejecimiento demográfico que afecta a la competitividad y al Estado de bienestar, competencia a la baja en costes y salarios, amenaza de cambio climático, dependencia de unas importaciones de energía cada vez más cara y escasa, o desplazamiento hacia Asia de la producción y el ahorro. Y todo ello sin contar con la amenaza del terrorismo, del crimen organizado o de la proliferación de armas de destrucción masiva (...). La crisis aparece como el parteaguas en la historia de una nueva realidad mundial que se viene configurando desde hace dos décadas. Todo indica que habrá ganadores y perdedores en este cambio global, y si la UE no quiere estar entre estos últimos, como viene ocurriendo, tiene que reaccionar ya...".
La reacción se articuló en primera instancia el pasado fin de semana, cuando Europa (con la colaboración del Fondo Monetario Internacional) se dotó de un fondo de estabilidad de hasta 750.000 millones de euros para hacer frente a las maniobras de los especuladores que han querido acabar con la zona euro. Una especie de TARP europeo (siglas del paquete de ayudas a la banca, movilizado en EE UU primero por Bush y luego por Obama), en este caso para defender la deuda soberana. Una intervención política, al margen del mercado, por valor de 750.000 millones de euros (más de dos terceras partes de lo que produce un país como España en todo un año), y unos planes de ajuste en los países más afectados, que también son procedimientos administrativos al margen del mercado, en ello consiste la resistencia frente al poder de los especuladores. ¿Qué queda del laissez faire, del que cada palo aguante su vela, que constituye la idea-fuerza del capitalismo tal como lo habían explicado sus exégetas desde Adam Smith? No hay salida sin intervención pública. Se ha combatido la deuda pública con más deuda pública, y se han reforzado los mecanismos de coordinación europea que habían quedado en evidencia en esta crisis. Para que este plan sea el embrión de un Departamento del Tesoro y de un Gobierno económico de Europa falta añadir a la política monetaria común una política fiscal y un presupuesto que pueda denominarse como tal. Europa es una bicicleta, dijo Jacques Delors, que ha de seguir pedaleando para continuar so pena de caerse.
El país que ha concitado mayor atención de los movimientos especulativos tras la debacle griega ha sido España. Para combatirlos y poder acceder, si hiciese falta, a ese fondo de resistencia, Zapatero ha tenido que anunciar un durísimo plan de ajuste que por ahora afecta a los funcionarios públicos y a los jubilados en primera instancia, con reducciones de algunos gastos sociales que hasta el momento formaron la línea Maginot de la política económica de los socialistas. En pocas ocasiones se ha visto tan meridianamente clara la dictadura de los mercados: tan sólo hacía una semana que el propio Zapatero había explicado que la reducción del déficit iba a ser más gradual, más prolongada en el tiempo, porque la economía española acababa de salir de la recesión (tras seis trimestres de crecimiento negativo, el PIB ha aumentado una décima en el primer trimestre del año), lo cual era un argumento lógico (otra cosa era la lentitud en la instrumentación de las medidas ya anunciadas). No ha tenido ocasión de hacerlo así. No se lo han permitido. En su intervención ante el Congreso, el presidente utilizó un metalenguaje de injusticia necesaria o de injusticia obligatoria: tenía que aplicar un paquete de medidas que él no hubiera querido, ya que ese ajuste duro no era compartido. Pero los mercados se lo han impuesto y no ha podido resistirse a esa política de rigor mortis que conllevará la reducción de unas décimas en el crecimiento, por lo que nuevamente se volverá a la contracción, con los efectos que tendrá sobre la inversión, el consumo y la creación de empleo, hasta ahora la gran prioridad. Pero no sólo España es un país intervenido. Todos lo son y han de actuar como las empresas muy endeudadas, que no pueden mover un solo papel sin que se lo autoricen los acreedores: Portugal, Italia, Francia, Reino Unido y Alemania se aprestan a sacrificios similares a los de España.
En relación con la deuda, el principal problema de la de España no es la soberana. La deuda pública española llegará a finales de ese año como mucho a un 70% del PIB, muy inferior a la de la mayor parte de los países de nuestro entorno. La dificultad es el enorme endeudamiento general de la sociedad. Al finalizar el año 2009, la deuda conjunta de las administraciones públicas (Estado central, comunidades autónomas y ayuntamientos), las empresas, los hogares y el sector bancario ascendía a casi cuatro billones de euros, el 390% del PIB. Las empresas no financieras debían el 143% del PIB; los bancos y cajas de ahorro, el 107% del PIB, y los hogares, el 89%. Si las agencias de calificación de riesgo rebajan la calidad de la deuda española, todos estos sectores, y no sólo el Estado, quedarán afectados por el incremento del precio del dinero cuando salgan a renegociar sus créditos o quieran tomar más dinero prestado.
Hay otra peculiaridad en España que no se da en los países de nuestro entorno: la insolidaridad de su oposición política y la incoherencia de la política que postula el PP. Cuando su líder, Mariano Rajoy, acudía hace unos días al Palacio de la Moncloa en lo que todos los ciudadanos entendieron como una posibilidad (fallida) de encontrar un acuerdo nacional para luchar contra la crisis, pidió una lucha más consecuente contra el déficit público (como en los últimos dos años, cuando la coyuntura era claramente distinta) al tiempo que demandaba medidas urgentes como la derogación de la subida del IVA, la reducción de dos puntos de las cotizaciones sociales, la reducción sin condiciones de cinco puntos en el impuesto de sociedades a las pequeñas y medianas empresas, el mantenimiento de la deducción de la vivienda habitual en el IRPF, etcétera, que de haber sido aplicadas habrían significado un nuevo aumento del déficit público. Combatir el déficit generando más déficit.
Las dos grandes preguntas a partir de ahora son las siguientes: si los mercados exigen más sangre, como ha pasado en Grecia, ¿habrá nuevas medidas de ajuste sin un estallido social? ¿Hasta dónde se puede llegar en los ajustes sin clausurar por un periodo largo las posibilidades de crecimiento de la vieja Europa?
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