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Tentaciones
Reportaje:

La yihad contra los cristianos

Meses antes de la matanza en una iglesia de Alejandría, el pasado 1 de enero; del asesinato del único cristiano del Gabinete pakistaní o del río de sangre que corrió el domingo en El Cairo, un grupo de trabajo del Vaticano formado por representantes de distintas religiones había advertido de la amenaza que se cierne sobre las minorías de Oriente Próximo y, especialmente, sobre la comunidad cristiana. La de Egipto, la mayor de la región (un 10% de la población, unos 8 millones de personas), es el blanco preferido de los radicales, aunque el optimismo que alentó la Revolución del 25 de Enero pareciese cerrar el abismo que separa la mayoría musulmana del resto de las confesiones: en la plaza de Tahrir se vieron un sinfín de pancartas en las que cruces y medias lunas coexistían. La transición posMubarak avanza hoy a buen paso, pero el acoso a los cristianos no da en absoluto señales de alivio.

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En esa reunión ecuménica, celebrada en otoño pasado en Roma, el libanés Muhammad Sammak, consejero del exprimer ministro Saad Hariri, lanzó una advertencia: la desaparición de las minorías de Oriente Próximo, ya sea por aniquilación, por emigración o por asfixia económica, compromete gravemente la herencia cultural y menoscaba el tejido social del país. Porque los cristianos son solo una minoría en números (unos 12 millones de personas en total), no en significado: un copto de El Cairo es tan árabe y tan egipcio como un suní nacido en Alejandría o el valle del Nilo. Lo mismo puede decirse de un caldeo o un asirio iraquí, o de los cristianos sirios: la existencia de todos ellos atestigua siglos de presencia común y compartida. "Tenemos dos mil años de historia, somos los primeros cristianos de la zona. Hablar de minorías parece implicar un papel subordinado o trasplantado, ajeno a la mayoría, pero culturalmente hemos contribuido al desarrollo de Irak tanto como los musulmanes. Y desde luego nos sentimos tan árabes y tan iraquíes como ellos", señala Rad Salaam, cristiano caldeo exiliado en España tras la primera guerra del Golfo (1991).

La persecución de que son objeto está mermando numéricamente sus comunidades con proporciones de sangría. Según datos recopilados por el Barnabas Fund, una organización de apoyo a las minorías cristianas en el mundo con base en Inglaterra, de los 1,5 millones de cristianos que había en Irak en 1990, hoy solo quedan alrededor de 400.000, en una estimación optimista; Salam calcula que los que resisten no son más de 250.000, y casi todos en el norte, donde la violencia desatada entre suníes y chiíes llega con sordina. "Si el ritmo de desaparición se mantiene, dentro de una década no habrá cristianos en Irak", ha avisado Muhammad Sammak, presidente de la Comisión de Diálogo Cristiano-Musulmán. El recurso a la emigración ha colmado los campamentos de refugiados de Siria y Jordania, donde los cristianos son alrededor del 30% entre los desplazados iraquíes, según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).

Junto con el declive demográfico -son comunidades esencialmente endogámicas; los matrimonios mixtos con representantes de otras confesiones no son habituales, y si los hay son casus belli-, hay otro factor que opaca la cada vez más débil presencia pública de los cristianos en la región: la persecución judicial. La traslación al ordenamiento jurídico de pecados como la blasfemia constituye la mejor manera de yugular cualquier conato de crítica. Las leyes contra la blasfemia -al islam, se entiende- vigentes en numerosos países de la zona permiten encarcelar a alguien por una falta que, en otras latitudes, solo sería percibida como exabrupto. Aunque pecado no sea igual a delito, ni semántica ni jurídicamente hablando, la ley antiblasfemia es un brazo ejecutor muy eficaz para zanjar cualquier diferencia vecinal (como en el caso de Asia Bibi, la campesina condenada a muerte en Pakistán por ofender al profeta Mahoma cuando discutía con otras mujeres, musulmanas, sobre el agua de un pozo) o reprimir cualquier atisbo de disidencia, como los casos del bloguero egipcio que pasó varios meses en la cárcel por el mismo delito que aquella, una presunta blasfemia, o el periodista afgano encarcelado en 2008 y liberado un año después, tras purgar entre rejas una opinión desviada. En este sentido, tanto el Departamento de Estado norteamericano como la Unión Europea han manifestado su inquietud ante los reiterados intentos de la Organización de la Conferencia Islámica (OCI) de promover en el seno de la Asamblea General de Naciones Unidas una resolución contra la blasfemia. Año tras año, la OCI, por medio de alguno del medio centenar de sus miembros -el último que presentó la propuesta fue Marruecos-, maniobra para que la Asamblea adopte un texto "contra la difamación de las religiones", sea lo que fuere eso.

A diferencia de los cristianos libaneses, que durante décadas han gozado de preeminencia económica y política en el país -la presidencia de Líbano sigue estando reservada a un cristiano, según el tradicional reparto sectario de las principales instituciones-, los cristianos de Oriente Próximo y, por extensión, de otros países con mayorías musulmanas, no son grupos de poder o presión; al contrario, como ocurre en Egipto o en Pakistán (1% de la población), "la persecución supone en muchos casos el abandono de bienes y hacienda por parte de los cristianos, que se ven obligados a huir de sus lugares de residencia para salvar la vida. Los vecinos musulmanes son los que se quedan con todo", relata desde Karachi Jalid Gill, de la Asociación de Abogados Cristianos de Pakistán. "Así es más fácil: no se atreverían a meterse con un magistrado, o con un empresario, pero con unos pobres campesinos o un tendero la limpieza [religiosa] es total; y no estoy hablando de incidentes que salgan a la luz pública, sino de un acoso sistemático, diario, que pretende borrar a los cristianos del mapa". Pero la violencia no solo se ceba en las clases bajas: tanto el ministro para las Minorías como el gobernador del Punjab, asesinados recientemente, habían mostrado su oposición a las leyes contra la blasfemia.

En los campos de Pakistán, o en barrios como el de Mokkata, en El Cairo, un gueto cristiano donde sus habitantes viven de recoger y vender basura, los cristianos atraviesan momentos de pesadumbre y miedo. O en Mosul, en el Kurdistán iraquí, donde se refugian muchos de los últimos cristianos iraquíes. Contra ellos se abate la yihad, la guerra santa contra el infiel, aunque el infiel sea la mayor parte de las veces el vecino de al lado o el tendero de la esquina.

Cristianos coptos egipcios participan en una sentada ante la sede de las cadenas estatales de radio y televisión para protestar por la violencia registrada entre musulmanes y cristianos en el barrio Imbaba, en El Cairo (Egipto)
Cristianos coptos egipcios participan en una sentada ante la sede de las cadenas estatales de radio y televisión para protestar por la violencia registrada entre musulmanes y cristianos en el barrio Imbaba, en El Cairo (Egipto)KHALED ELFIQI (EFE)

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