Dos viajes al lado oscuro
Sergio Pitol habla de un cuento (La cena, de Alfonso Reyes) que determinó su escritura, "una historia de horror donde a primera vista todo parece normal, anodino, hasta podría decirse un poco dulzón, mientras entre líneas el lector va poco a poco presintiendo que se interna en un mundo demente y quizás criminal". Una estrategia similar impregna Estado de ira, de Ciro Zorzoli, la notabilísima función argentina presentada en La Abadía. ¿Qué se le ha perdido a la diva Ana María Farucci, con tantas películas a sus espaldas, en la abigarrada sala de ensayos (paredes verde sucio, luces altas, dimensiones imprecisas) de ese irrisorio grupo de aficionados? A primera vista, Estado de ira se diría una muestra de grotesco porteño, un Noises Off ambientado en el Buenos Aires de los cincuenta, con la pompa engominada del primer peronismo, con personajes entre el arquetipo y la caricatura: Felipe Iribarne, el director infatuado y servil; la soubrette Rosita Levinson, que apenas puede articular palabra; Vicente Larsen, el actor maduro, perdido en sueños de grandeza; los secundarios y técnicos que se agitan y entrechocan como insectos en torno a la recién llegada abeja reina. Entendemos, entre la barahúnda de diálogos cruzados, que va a representarse Hedda Gabler en un teatro próximo, que la Farucci será Hedda, que se trata de una sustitución de última hora, que el grupo al completo va a ayudarla a preparar su parte, que esa y no otra es su especialidad. El ritmo frenético, vertiginoso, hace pensar en un vodevil de Feydeau ejecutado con virtuosismo mareante. Todo se mueve: ridículos decorados se arman y desarman a sus espaldas (un cocodrilo disecado finge un jardín, una bolsa de palos de golf un árbol); los actores abandonan su rol a mitad de un parlamento pretextando citas ineludibles; sucesivos coachs le marcan líneas contradictorias que pasan de lo impostado a lo orgánico (y viceversa). Mutan, igualmente, los aparentes afectos iniciales y poco a poco se instala un oscuro malestar hecho de animadversión, desprecio, violencia creciente. Como en un interrogatorio policial (o un ensayo), el director pasa de la zalema a la brutalidad en cuestión de segundos; el viejo Larsen no parece reconocer a su antigua compañera y estalla en cóleras irreprimibles; y casi todos los miembros del reparto parecen inyectar sus rencores y sus cambios de humor en los personajes, para constante desconcierto de la actriz. De Feydeau y Frayn nos hemos deslizado al mundo de las farsas negras de Pitol y su maestro Gombrowicz; la Farucci podría ser ahora una hermana espiritual del Jacob von Gunten de Robert Walser, doblegado por los implacables amos del Instituto Benjamenta. Todo evoca, en efecto, una escuela secreta basada en la humillación, una conspiración múltiple cuyo objetivo sería agotar, marionetizar a la actriz hasta que surja una verdad artística, como hacía el pintor Piccoli con la modelo Béart en La belle noiseuse de Rivette, aunque aquí no queda muy clara la frontera que separa la búsqueda teatral del puro sadismo, tal vez indiferenciables en el imaginario de Ciro Zorzoli. Tampoco me pareció advertir una progresión "ordenada" en el presunto viaje de la actriz hacia la excelencia, sino, menos gratificante pero quizás más verdadero, que los momentos de verdad surgían siempre de lado, como ese beso repentino, irrefrenable, que la Farucci le planta a su joven entrenador cuando le está marcando una escena amorosa: no sería, pues, la crónica de una evolución sino de una demolición, con ocasionales brechas de luz. Si se trata de que nos sintamos tan apabullados y zarandeados como la protagonista, el logro es absoluto, pero también su riesgo obvio: que la fatiga y un cierto desinterés ante tanta vorágine acaben predominando. En la memoria conviven ese magma asfixiante, oleaginoso, con el malabarismo exasperado y exasperante de la puesta. Los personajes, dibujados con pocos y certeros rasgos, están servidos por once actores imparables. Hay que destacar a la brillantísima y reloca Valeria Lois en el rol de Ana María Farucci, pasando de gran payasa a gran trágica en un abrir y cerrar de ojos; al soberbio Pablo Castronovo escindido entre el untuoso Iribarne y el ardiente Lovborg; al iracundo Larsen, tan cercano a Norman Briski, de Carlos Defeo; a la doliente Margarita Briozzo (la amante de Lovborg en la ficción) de Inés Sancerni, muy en la línea de la gran María Luisa Ponte. Y paro ya porque los destacaría a todos, uno tras otro, y aún he de hablar de Jungles, del enorme Patrice Thibaud, que vi la noche siguiente, en el Canal, y que, a su manera, lleva a cabo un viaje parejo del humor a la negritud: comienza como un episodio selvático de Les Deschiens y acaba con el cuello hundido en el territorio de Penumbra de Mayorga y Cavestany. Jungles cuenta una freudiana "novela familiar" en cuatro movimientos: marido celoso ante la llegada de un simio adoptado, madre terriblemente brutalizada, hijo simbólico que regresa a la libertad de la selva, pareja varada en su soledad compartida. Insólito giro, pues, en la trayectoria del mago de Cocorico, que retoma su personaje habitual (el tipejo lúbrico, insidioso y vengativo, en la línea instaurada por Louis de Funés) y rocía con vitriolo el arquetipo, so pena de que al público se le hiele la risa: el dolor que anida tras los garrotazos polichinescos llega a hacerse insoportable. Al espectáculo le falta concreción (una hora hubiera bastado) y equilibrio tonal, pero Thibaud sigue dominando como nadie el tempo de los gags (la escena inicial de las migas de galleta) y deja, de nuevo, boquiabierta a la parroquia con un tour de force digno de Tati: la representación de una película muda de piratas donde se transmuta en barco, agua, corsario, damisela, medusa y lo que haga falta. El monstruo se rodea en Jungles de un elenco de lujo: la madre es Lorella Cravotta, de la troupe Deschamps / Makeieff; el hijo es el portentoso Philippe Leygnac, capaz de tocar el piano con la izquierda, la trompeta con la derecha, y el cielo con un triple mortal; y, en un rol mudo, el no menos mágico volatinero Guillaume Romaine. Bravo por todos.
Thibaud sigue dominando como nadie el tempo de los gags y deja, de nuevo, boquiabierta a la parroquia
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