El viaje a lo real
Dice el pintor Juan Genovés que hay cuadros fotogénicos y otros que no lo son, y que a los cuadros fotogénicos les pasa muchas veces como a las personas fotogénicas, que defraudan cuando se los encuentra en el mundo real. Dice también Genovés que los cuadros hay que mirarlos sentado, y no de pie, sin prisas y no con ese cansancio errante de los museos, que deja los pies doloridos y la mirada desganada. Ahora, cada vez que entro en un museo o en una galería de arte, me acuerdo de Genovés y me fijo no sólo en si la iluminación es buena o si la primera impresión es favorable, sino también en si hay bancos confortables y bien situados. No suele haber muchos, la verdad, pero cuando se encuentra uno que permite mirar reposadamente una obra admirable -y no hay mucha gente tapando la vista- la ventaja es notoria. Genovés, que tiene tan buena memoria para los cuadros como para los buenos bancos que hay delante de algunos de ellos, se acordaba de uno situado en los Uffizi justo frente al Nacimiento de Venus, y en seguida hizo un gesto de reconocimiento cuando yo le hablé del que está delante de un gran rothko hecho de gradaciones de negros y violetas en el Metropolitan de Nueva York. Con alguna frecuencia, y en épocas distintas de nuestras vidas, los dos hemos disfrutado de ese banco. Ahora, en la Frick Collection, han cambiado de sitio La Forja de Goya, y le han puesto delante un banco gracias al cual uno tiene el sosiego y el descanso necesario para mirar ese cuadro tremendo, que tiene una sugestión de mitología infernal y a la vez es un retrato fidedigno del trabajo humano: el metal candente y la tensión de los músculos, las cabezas inclinadas, el martillo que se levanta por encima de ellas y que parece que lo mismo puede descargar su fuerza sobre el hierro al rojo vivo que machacar un cráneo.
El espejo es una mancha, una gasa de color traspasada por la luz, y la cara es un óvalo despojado de rasgos
Se ve que es una buena época para cumplir el precepto de Genovés. En el MOMA han puesto uno de esos bancos esbeltos de la Bauhaus delante de una pared con varios cuadros de Rothko, y en la sala contigua hay otro igual de conveniente en el que un amigo y yo nos sentamos hace unos días para mirar a gusto un pollock que parecía estallar delante de nosotros con la energía intacta de la inspiración y el arrojo físico con los que fue pintado. Se sienta uno y es como si empezara una película. Se descubre que la pintura, como el cine o la novela, también es un arte del tiempo, no sólo del espacio. Tiempo inmóvil que vibra, que fluye. Esta misma mañana, en el Whitney, he agradecido más la presencia de un banco porque me ha permitido mirar despacio un cuadro de Hopper que no recordaba haber visto nunca en la realidad, de gran formato, de colores luminosos, con una de esas composiciones suyas que dan una impresión de naturalidad o de azar y sin embargo están llenas de rarezas: Barber Shop, de 1931. Es un cuadro sin duda fotogénico, como diría Genovés, pero no creo que ninguna foto le haga justicia: una claridad de mediodía -es la una en el reloj de la pared- entra de la calle a través del gran ventanal del escaparate y deslumbra el blanco de las paredes y el de la chaqueta del barbero, y hace más limpio el verde del uniforme de su ayudante, la encargada de la manicura, que aprovecha una tregua de ocio para perderse en la lectura de una revista. Quizás lo más asombroso de todo es el espejo, en el que debería reflejarse la cara del cliente que está siendo atendido: pero el espejo es una mancha, una gasa de color traspasada por la luz, y la cara es un óvalo despojado de rasgos, una presencia tan ajena, tan hermética, como la del barbero que está casi de espaldas a nosotros o la ayudante que se inclina sobre la revista. Sombras azuladas dan forma a los volúmenes de las cosas, dividen diagonalmente el espacio: cada blanco tiene su propia tonalidad, su textura precisa, siempre muy austera.
La exposición del MOMA está dedicada al expresionismo abstracto. La del Whitney se titula Modern Life: Edward Hopper and His Time. Las dos, cada una a su manera, son una consecuencia del ahorro forzoso que la crisis económica ha traído a los grandes museos de Nueva York, tan dependientes de patrocinios privados. El MOMA, como el Whitney, en una época en la que ya no son posibles las grandes demostraciones de poderío, con préstamos internacionales y transportes y seguros carísimos, han optado por indagar en sus fondos propios, en parte ofreciendo más bien engañosamente como novedad obras muy familiares, en parte rescatando otras a las que por falta de espacio y por un exceso habitual de subordinación a la moda llevaban mucho tiempo sin hacer caso. El reclamo de los grandes nombres llena las salas de turistas y de esa clase de aficionados que no obedecen a la fatigosa ortodoxia de la última moda. Hay menos espectacularidad, pero también menos fuegos de artificio. Se ha acabado, o al menos apaciguado, aquella sobreabundancia que sólo provocaba aturdimiento, aquel lujo tan fértil para el esnobismo.
Y al haber menos despliegues visuales se puede mirar con más atención, y descubrir así una vez más la banalidad de esas distinciones nítidas, de esa rigidez doctrinal que tantas veces imponen los enterados y los críticos. Qué imperiosamente real puede ser Jackson Pollock, qué abstracto Edward Hopper. En los márgenes de uno de los grandes cuadros de Pollock que mirábamos mi amigo y yo sentados en un banco hay huellas de pisadas y de manos abiertas, y esas manos tienen de pronto la fuerza de conjuro de las que se ven en las cuevas de hace quince o veinte mil años. La pintura, vista de cerca, lo golpea a uno como un redoble de timbal, como una presencia urgente que lo interpela, atrapándolo por las solapas. En Full Fathom Five, uno de los primeros cuadros en los que encontró su estilo, Pollock llena todo el espacio de trazos, manchas, chorreones de color extrañamente armónicos, pero también incrusta en esa materia todavía fresca lo primero que encuentra, lo que tiene a mano, lo que tal vez se le cae de los bolsillos al inclinarse sobre el lienzo extendido en el suelo: un cigarrillo, el tapón de un bote de pintura, monedas, una llave, una caja de cerillas.
Y cuando se ve a Hopper en compañía de sus maestros y de sus contemporáneos realistas asombra más el modo radical en que él prescinde de cualquier anécdota narrativa para quedarse con unos cuantos rasgos esenciales, dejando, como quería Antonio Machado, oscura la historia / y clara la pena, para explorar las fronteras visibles e invisibles entre las personas y entre las cosas: entre el atardecer y la noche, entre la última esquina y el principio del bosque, entre lo evidente y lo escondido, entre la luz de una gasolinera o la de un apartamento y la oscuridad que va envolviéndolo todo, delante de nuestros mismos ojos, ahora mismo.
Modern Life: Edward Hopper and His Time. Whitney Museum. Nueva York. Hasta el 10 de abril de 2011. whitney.org. Abstract Expressionist New York. MOMA. Nueva York. Hasta el 25 de abril de 2011. www.moma.org.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.