El talento nunca es secundario
La defunción de esos actores y actrices etiquetados con el engañoso e injusto término de secundarios suele ocupar el espacio de una necrológica breve, a veces sin firma o redactada con tono aséptico, con la sensación de haber recurrido no a la agradecida memoria sino a la hemeroteca. Puede ocurrir que al llevar demasiado tiempo sin ver y oír en el cine rostros y voces que te resultan entrañablemente familiares, alguien te revele que ya se fueron de este mundo. Y tú, que les has admirado y querido, sin enterarte, porque su desaparición no tiene categoría de noticia trascendente.
Por ello, sorprende gratamente el despliegue informativo que ha ocupado la muerte de Manuel Alexandre. Deduces que, además de haber sido modélico haciendo su trabajo (es raro encontrarte a secundarios a los que se les llene excesivamente la boca hablando de su arte y de su creatividad en las escasas entrevistas que les solicitan, normalmente hablan sin el menor énfasis de lo que consideran una profesión más), este hombre debe de haber sembrado un cariño enorme entre la gente que tuvo la fortuna de tratarle, en el mundo de los cómicos y en las tertulias de escritores. Pero también nos resulta muy cercano a los que solo fuimos espectadores de su obra. Tienes la sensación de que con solo dar un vistazo a la tipología de la calle, vas a encontrarte a gente muy parecida a los personajes que representó, a seres humanos que se mueven, gesticulan y se expresan como él, a ese vecino, colega de bar, paseante anónimo, miembro de tu familia, que además de encarnar inequívocamente a gente que solo puede haber nacido en este país y que desprenden vitalismo, casta y sabiduría, te caen muy bien.
Quiero pensar que a esa gente tan dotada nunca les va a faltar el trabajo
No recuerdo una sola interpretación en la carrera de Alexandre, lo mismo en papeles leves que en los intensos, en la que tenga la sensación de que sobra su presencia, en la que no clave la frase y el gesto, en la que no te creas lo que pretende transmitir. Y parece hacerlo sin esfuerzo, con naturalidad, porque pasaba por ahí, sin huellas de escuela de interpretación ni interiorización del personaje. El público lo identificaba con la gracia que aportaba el intencionado temblor de su voz (él se inventó la palabra "trémolo" para definir su invento), pero en una de las mejores interpretaciones que he visto de este hombre, la de El año de las luces, el director Fernando Trueba logró que Alexandre prescindiera de ese recurso, etiqueta, tic, latiguillo o recurso teatral que tanta gracia le hacía al público pero que era innecesario en la composición de ese memorable personaje.
Es probable que se te difuminen en el recuerdo, o que nunca hayas apreciado las razones que convirtieron en cabeza de cartel a bastantes primeras figuras del cine español, pero es imposible que te olvides de algo que siempre ha sido brillante y creíble en esta industria frecuentemente vergonzante, y es la inmarchitable calidad de tantos actores secundarios. Su brillo era especial cuando estaban al servicio del universo siempre genuino y en ocasiones genial de Berlanga, pero incluso en el cine más mediocre o impresentable que interpretaron, aunque tuvieran que hacer y decir incontables idioteces, su presencia siempre lograba salvarse del naufragio. Y te vienen infinitos nombres del pasado a la cabeza, histriones gloriosos como José Isbert, Manolo Morán, José Luis Ozores, José Bódalo, Rafael Alonso, María Luisa Ponte, Elvira Quintilla, Lola Gaos, Chus Lampreave, Amparo Soler Leal, José Satazornil, Rafaela Aparicio, Agustín González, Laly Soldevila, Emma Penella, Terele Pávez y tantos otros de los que imperdonablemente me acordaré mañana. Esa tradición siempre ha tenido continuidad. Aunque me aburra o me irrite más de lo normal con la mayoría del cine español actual, nunca me ha decepcionado la actuación de secundarios tan excelsos, versátiles y verosímiles como Manuel Morón, Antonio Dechent, Vicente Romero, Antonio de la Torre, Enrique Villén, Luis Zahera y otros que tal vez nunca alcancen el estrellato (ni aspiren a ello), pero que están en posesión de lo que hay que tener, de la capacidad de meterse en la piel y en la cabeza de sus personajes sin impostura ni afectación, otorgándoles vida y complejidad aunque siempre les toque estar en segundo plano. Quiero pensar que a esa gente tan dotada nunca les va a faltar el trabajo, que no padecerán la lógica neurosis de sentirse inseguros de su valor delante de la cámara cuando no encadenan una película con otra.
Y, por supuesto, una de las cosas más grandiosas y cuidadas del mejor cine norteamericano ha sido y es su inagotable reserva de extraordinarios actores secundarios. Ves y escuchas a los maravillosos Walter Brennan y Thelma Ritter en cualquier película (también tuvieron la suerte o el olfato de trabajar en guiones muy buenos y con los directores más grandes) y tienes la certeza de que es imposible hacerlo mejor, de que van a hacer creer lo que ellos quieran, que sus registros son infinitos. John Ford creó una familia de característicos sin los que no puede entenderse su universo. Woody Allen ha conseguido utilizar como secundarios, por el prestigio que otorga su cine, escribiendo papeles sabrosos para actores excelentes que se convirtieron en estrellas, pero que no han olvidado la felicidad que supone encontrarte con un personaje sabroso.
Siempre existirá un lugar de honor en la evocación de esa época gloriosa y la certidumbre de que su aportación fue decisiva en ese arte total ante secundarios como John Carradine, Peter Lorre, Victor McLaglen, Karl Malden, Shelley Winters, Barry Fitzgerald, Lee J. Cobb. Su trabajo merecía pagar la entrada. Han tenido reemplazo. Se llaman John C. Reilly, Tom Wilkinson, Richard Jenkins, Stanley Tucci, Brendan Gleeson, William H. Macy, Michael Gambon, Alan Arkin, John Turturro, Ed Harris, Michael Lonsdale. Casi todos superan los cincuenta años. Intento buscar modelos parecidos en la camada joven, pero me resulta complicado, tengo una alarmante amnesia. Será porque detesto el cine juvenil. Ya crecerán los buenos.
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