Un canto a la verdad
Aunque a todo cuentista se le exige pronto o tarde una novela, Katherine Anne Porter defendía que Eudora Welty no necesitaba escribir ninguna novela para demostrar su extraordinaria valía. No andaba descaminada porque, en cierto modo, las novelas que finalmente escribió no se diferencian mucho de sus cuentos en la medida en que no poseen la dosis de intriga ni el desarrollo argumental propios del género tradicional. Quien lea Las batallas perdidas recordará también Boda en el Delta por esa capacidad de reunir a una amplia familia del profundo sur para una celebración. De hecho, en esta novela, penúltima de su admirable, refinada y poderosa producción, nos parece asistir al minucioso relato de un día y medio en la casa madre para festejar el cumpleaños de la abuela Vaughn. Son varias decenas de blancos pobres unidos como un clan, más los vecinos, los que disfrutan de ese día de reunión en que Jack Renfro escapa de la penitenciaría el día antes de terminar su condena para asistir al 90 cumpleaños de su abuela. Las únicas anécdotas externas son el accidente del automóvil del juez que lo condenó (y el trabajoso rescate del mismo) y la muerte de la señorita Mortimer, la maestra que educó a toda gente del condado, padres e hijos, y al mismo juez Moody.
Las batallas perdidas
Eudora Welty
Traducción de Miguel Martínez-Lage
Impedimenta. Madrid, 2010
582 páginas. 28 euros
Toda esta gente, que no ha salido nunca de su terruño, que vive prendida de la Naturaleza de esa zona montañosa del noroeste de Misisipi, que se mueve y ordena por sentimientos y costumbres de procedencia puritana, que establece lazos de sangre, afecto y vecindad con la tierra, los animales y los hombres mientras el tiempo transcurre con un ritmo telúrico y mágico, que son ingenuos, elementales e intuitivos, que les encanta contarse historias de sí mismos como un modo de afianzarse y afianzar su sentido de la vida, constituye un fresco vital y humano tan complejo como fascinante.
Eudora Welty posee un excelente pulso de narradora y una capacidad de expresión a través del diálogo verdaderamente luminosa. A lo largo de las más de quinientas páginas de este libro lo único que hacen sus varias decenas de personajes es hablar entre sí, contarse historias de sí mismos con las que disfrutan como niños mientras comen y beben y definirse nítidamente con un encanto y una complejidad en su sencillez que hace que el tiempo del lector transcurra casi como embutido en un cuento de hadas charlatanas.
La autora se vale de dos personajes, la señorita Lexie, una vecina, y la señorita Cleo, recientemente desposada con uno de los hombres de la familia, como elementos de distancia: Lexie da siempre la visión externa a la familia; Cleo, por su parte, es la que se permite hacer toda clase de preguntas sobre la misma que también se haría el lector, pues los observa como novedad. Entonces, lo que el lector debe de hacer es introducirse en el sentido del tiempo y el ritmo que todos ellos marcan, que es reiterativo, como sus vidas. Hay otra mirada externa: la urbana y culta que corresponde al juez Moody y a su esposa, atrapados en medio del festejo contra su voluntad. El libro no se lee de un tirón precisamente porque hay que irse metiendo en él, pero una vez dentro hay lectura para rato.
La definición de cada personaje es antológica y deudora del humor, pues el libro tiene una lectura que linda con el disparate y lo grotesco, basada en la rusticidad del grupo, pero la dureza terrible de esas vidas asoma por debajo, perfecta y compasivamente medida; con todo ello realiza un trabajo de orfebrería que se resume en un canto a la verdad de las cosas. Es un mundo ya desaparecido, donde la eternidad desplaza a la instantaneidad, donde el tiempo se corresponde exactamente con el movimiento del día y de la noche en el orden de sus vidas, donde Eudora Welty convoca a la memoria para traerla al presente y mostrar ese mundo con amor y lucidez. El único contacto del clan con el mundo fue el de la maestra Julia Mortimer, que está en la mente de todos, pero ellos son instintivos, orgullosos de sus creencias y rituales. Un ejemplo: cuando el juez Moody habla de la señorita Mortimer y cuenta que ella fue un día a su despacho en la ciudad a decirle lo orgullosa que estaba de él, la primitiva autoestima de los Beecham le responde: "Él no la conocía como la conocimos nosotros -dijo la tía Birdie- ¿A que no nos sabe decir cómo se llamaba su caballo?". Esa ternura en el relato es la guinda que Eudora Welty coloca en lo alto de esta preciosa y extensa narración.
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