Vocabulario rápido de Buenos Aires
Estaciones. Subo a un avión en medio del estallido carnal de la primavera en el hemisferio norte; salgo del aeropuerto de Ezeiza y al cabo de una noche entera de viaje he llegado al otoño; ayer mismo en Nueva York los árboles relucían con el verde jugoso de las primeras hojas: esta mañana algunas de las acacias de Buenos Aires ya tienen hojas amarillas. Me acuerdo de la paradoja climática que lo intrigaba a uno en el principio de El Aleph: "La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió...". Fue mi primera experiencia de la adjetivación en Borges: siempre precisa, siempre desconcertante.
Taxis. De un lado para otro, mirando la ciudad desde las ventanillas de taxis sucesivos, reconociendo lugares como palabras sueltas pero desorientado en una ciudad cuya sintaxis se me olvida por culpa de los viajes demasiado breves y demasiado separados entre sí: calles rectas con ferreterías, con tiendas pequeñas, con cafés, con letreros destartalados, con almacenes de tejidos, con portales de zapateros, con chaflanes enfáticos; plazas grandes con árboles de copas inmensas y estatuas de bronce, algunas de próceres con levita y otras de espadones a caballo; terrazas de edificios de alturas desiguales, perfiladas contra un azul muy limpio, muy suave, un azul que resalta el blanco descuidado de las fachadas; gente de trasluz en el sol de la mañana, gesticulando mientras habla; escaparates de puestos diminutos de cigarrillos y refrescos; un vendedor con una camiseta sucia de la selección de fútbol argentina acodado en el mostrador. Y de pronto las ilimitadas avenidas, 9 de Julio y al fondo el obelisco, la escala abrumadora de Buenos Aires, la desmesura del espacio, las mansiones descomunales, imitaciones ansiosas de París. El blanco y el azul desteñido de las banderas en las fachadas oficiales equivalen al blanco de las fachadas, al azul del cielo.
Explicaciones. Algo hay más arduo que escribir: es explicar lo que uno ha escrito, lo que terminó de escribir hace casi dos años y ha ido dejando muy atrás, y ahora ha de ser explicado de nuevo, sobreponiéndose a la desgana, asintiendo a las preguntas con una cortesía de falsificador, de impostor, que se acentúa al hacer frente a la cámara del fotógrafo. Si quien hace las preguntas ha leído el libro las explicaciones pueden convertirse en una buena conversación; si no lo ha leído, uno se escucha a sí mismo reduciendo penosamente a caricatura y a reiterada trivialidad aquello mismo que le importó tanto. Pero no hay remedio, parece: vivimos en la época de las explicaciones, decía Saul Bellow. Hace años se me ocurrió un cuento: a una ciudad de provincia española llega el poeta Evtuchenko, que da un recital en un teatro, que es agasajado, entrevistado, fotografiado, llevado a petición propia a un tablao flamenco, acompañado al hotel a las tantas de la madrugada con traspiés etílicos, despedido con grandes abrazos por sus anfitriones exhaustos. Un día o varios días después llega a la ciudad el poeta Evtuchenko: el que vino antes era un impostor especializado en suplantarlo.
Once. El aficionado a las ciudades desarrolla con el tiempo antenas sutiles que le permiten registrar esa densidad de experiencia, de capas superpuestas de vidas, de costumbres y oficios, que constituyen el ecosistema de un barrio que solo se parece a sí mismo, que es tan único y tan complicado como ciertos hábitats de marismas o arrecifes de coral. Voy en otro taxi, en la luz un poco húmeda de la mañana, y dejo en suspenso la conversación con quien me acompañaba para preguntarle dónde estamos. Una ferretería de grandes concavidades interiores tiene un nombre que me ha dado la pista: Herramientas Salomón. Casi en cada portal hay una tienda de tejidos al por mayor, o de ropas de confección visiblemente baratas, o de botones. En una esquina dos judíos hasidim que podrían haber estado en una acera de Brooklyn conversan y asienten con gestos pausados peinándose con gestos reflejos las grandes barbas blancas. "Estamos en el Once", dice mi acompañante. Es como estar en el Garment District o en el Lower East Side de Nueva York hace quince o veinte años, con la misma bulla de comercio sin lujo, con una textura de lugares muy usados, de almacenes hondos, de tráfico desordenado, furgonetas de carga y descarga estacionadas en doble fila, casas de comidas y cafés, letreros en caracteres hebreos. "La gente del interior del país viene a comprar aquí", me explica mi acompañante, "en los almacenes baratos al por mayor, para vender en sus tiendas de las provincias".
Jazz. Una parada entre taxis para ver fotos de músicos de jazz en la galería Jorge Mara, la historia entera de una música en las imágenes en blanco y negro de quienes la hicieron, su mitología, su precariedad, su pobreza, sus secretas heroicidades, su desgracia. Charlie Parker en 1948, luego en 1953: el maestro joven que toca junto a un Miles Davis casi adolescente se ha convertido cinco años más tarde en un viejo hinchado como un odre, con un sudor de extenuación en la cara, con una chaqueta arrugada que probablemente no se quitó para dormir la noche anterior; sobre el pecho hinchado el nudo de la corbata es un dogal de negligencia y de infortunio. En 1935 Billie Holiday es una chica de sonrisa esperanzada y cara redonda; veinte años después su expresión de luto y sus facciones huesudas que exagera una coleta muy tirante casi desaparecen en el tenebrismo satinado del blanco y negro.
Sábat. Herman Leonard se especializó en retratar las volutas de humo de los cigarrillos en los clubes, como si fueran la forma visible de las melodías improvisadas; el humo y la música de los retratos de músicos de Hermenegildo Sábat están hechos con el medio igualmente fluido de la acuarela, que exige un equilibrio de control y abandono muy semejante al del jazz. En una de sus imágenes de Duke Ellington el blanco de la camisa insinuada por dos trazos leves que indican el cuello se expande en el puro blanco intocado del papel. El espacio en blanco es tan efectivo visualmente como los silencios entre las notas esquinadas de Thelonious Monk.
Orígenes. En Buenos Aires, como en Nueva York, otra ciudad portuaria hecha por inmigrantes, preguntarle a alguien por su origen es disponerse a conocer toda una novela verdadera de viajes y destierros. Abrasha Rotenberg nació en Ucrania y vio de niño cómo la gente se moría de hambre por los caminos en la época de la colectivización forzosa de la agricultura; también recuerda la impresión de llegar a Berlín, en una de las etapas del viaje que lo llevaría con su familia a Buenos Aires, y ver los desfiles entre marciales y gimnásticos de los jóvenes nazis. Martín Caparrós me cuenta que su abuelo era un médico de Madrid, militante de la Izquierda Republicana de Manuel Azaña: su templanza política y su pacífica dedicación a los enfermos y a los heridos durante la guerra no lo salvaron de estar a punto de ser fusilado.
Buenos Aires. El amor por una ciudad es tan inmediato, tan intuitivo, tan irrevocable, como el amor por una persona. Se huele en el aire, se percibe en la luz, en los primeros minutos de la primera llegada. El tiempo, los regresos, los periodos de ausencia, fortalecen su hondura.
antoniomuñozmolina.es
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