Súbdito por fuera, libertario por dentro
Ahí va un acertijo: "Súbdito por fuera, libertario por dentro, ¿qué es?". Si no lo adivinas, te doy algunas pistas. Hoy el hombre común, el hombre de a pie, se halla siempre fuera de norma. Son tantas las leyes concurrentes y de origen tan diverso que es muy difícil, si no imposible, conocerlas y cumplirlas todas y ni la más escrupulosa de las conciencias puede evitar, siquiera por inadvertencia, contravenir algún artículo perdido de una de esas miles de disposiciones normativas vigentes. Toda clase de normas -circulares, ordenanzas, decretos, reglamentos, leyes ordinarias y orgánicas, directivas- y toda clase de fuentes -municipales, autonómicas, estatales, europeas, internacionales, multiplicadas con concejalías, consejerías, ministerios y agencias independientes- se entrecruzan y solapan en confuso y espeso entramado para caer como una plaga sobre el desavisado ciudadano. Hacer en la propia casa una reforma o una fiesta con música y baile, encender un cigarrillo, comprar una botella de vino, tirar unas pilas a la basura, pasear el perro, ir a pescar o incluso, para quien se le antoje, torear desnudo en la dehesa a la luz de la Luna son comportamientos intensamente regulados por leyes urbanísticas, vecinales, viales, medioambientales y fiscales por razones todas ellas tan atendibles como agobiantes.
El Estado debe aceptar un límite infranqueable, que es el dibujado por el perímetro de la 'interioridad'
¿Y qué decir de las obligaciones tributarias, laborales, sanitarias o administrativas que gravitan sobre el contribuyente de toda condición, desde renovarse periódicamente el pasaporte hasta pasar la ITV del coche antiguo? Y si alguien, en un momento de trance, decide constituir una de esas pequeñas y medianas empresas, muchas veces familiares, que forman el tejido productivo de un país -una mercería, una carnicería, una consulta médica, una peluquería, un taller mecánico-, ha de estar dispuesto a adentrarse en una selva legislativa indomeñable que asfixia su bienintencionado propósito con el requisito de multitud de licencias previas y, una vez en funcionamiento dicha empresa, la vegetación exuberante de preceptos aplicables, si se propusiera observarlos todos al detalle, apenas le dejaría tiempo para ocuparse de las necesidades sustantivas del negocio. Con la consecuencia, en fin, de que como el hombre tiene que vivir y las empresas que producir, aun los más legalistas de esos hombres y de esas empresas acaban incumpliendo alguna de esas infinitas regulaciones que lo reglamentan todo y, por consiguiente, en mayor o menor medida incurren en comportamientos punibles.
Por incuria o por táctica, las autoridades administrativas no aplican siempre las sanciones previstas en el ordenamiento para esas desviaciones toleradas de facto y el resultado práctico es que el ciudadano común es invariablemente un sujeto fuera de norma sobre el que, con arreglo a la ley, pende siempre un justo castigo, lo que, en sentido estricto, le convierte en súbdito a merced de la arbitrariedad de los poderes. Quizá las revoluciones modernas han librado al hombre del deber de rendir homenaje a un príncipe altivo pero nadie le ha exonerado aún de la servidumbre de implorar la benevolencia de las oficinas burocráticas.
El hombre se toma venganza contra esta maraña insoportable que envuelve el espacio público replegándose en su jardín privado, donde por fin se siente libre. Frente al reglamentismo jurídico-burocrático del orden social, la embriaguez de una vida privada refractaria a toda norma en general, ya sea jurídica, ética o estética. En determinado momento de la historia reciente el hombre llegó al siguiente pacto social: de un lado, el monopolio de la violencia legítima se confía al Estado, el cual se reserva la potestad de aprobar leyes vinculantes sobre la exterioridad de la vida y a ejecutarlas coactivamente por medio de su cuadro de funcionarios, una potestad de la que el Estado ha tenido que hacer un uso expansivo en los últimos tiempos por la complejidad inmanente al control y gobierno de una sociedad como la nuestra caracterizada por el ascenso de la masa al escenario de la historia.
Ahora bien, en el ejercicio de estas prerrogativas exorbitantes el Estado debe aceptar -es la otra cláusula del pacto- un límite infranqueable, que es el dibujado por el perímetro de la interioridad de la vida privada, un ámbito donde se le reconoce al yo el derecho inconcuso a elegir sin interferencias el estilo de vida que desea sin necesidad de rendir cuentas a nadie, se diría que ni siquiera a sí mismo, porque el pluralismo relativista producido por el declinar de las ideologías ha liberado a ese yo emotivista del deber de atenerse a reglas éticas universales y ha hecho del fuero interno un lugar libertario sin ley, donde no cabe discriminar entre formas superiores e inferiores de uso de la libertad y todo está permitido mientras no perjudique a tercero.
En suma, normativismo y anomia son los dos rostros, cada uno mirando a un lado opuesto, de ese Jano bifronte que es la cultura contemporánea. Y la consolidación reciente de la democracia de masas no ha hecho más que apuntalar esta tensión no resuelta, porque la coactividad burocrática que ocupa el fuero externo está legitimada por los impecables procedimientos de nuestro Estado de Derecho, fundado en la soberanía popular, mientras que, por su parte, la anarquía moral del fuero interno se halla protegida, al máximo nivel, en la tabla de derechos fundamentales de las constituciones modernas.
Ya he dado suficientes pistas para resolver el acertijo propuesto al principio: "Súbdito por fuera, libertario por dentro, ¿qué es?". Lo has adivinado: somos tú y yo, querido lector, mientras este dualismo anacrónico siga presidiendo la organización de nuestras vidas, divididas absurdamente en dos compartimentos estancos. Al final hemos caído en los dos peligros que, con rara clarividencia, ya avizoró Tocqueville cuando dijo que "la igualdad produce en efecto dos tendencias: la una conduce directamente a los hombres a la independencia y puede empujarlos a la anarquía; la otra les conduce por un camino más largo, más secreto, pero más seguro, hacia la servidumbre".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.