Síntomas pictóricos
Quien tiene la desdicha de vivir cerca de alguna enfermedad rara -esas que las pruebas diagnósticas no consiguen determinar del todo- tiene el privilegio de entrar en contacto con médicos listísimos, capaces de ver lo que el ojo no detecta. Ellos saben que observar es imprescindible en su oficio, como cuando las radiografías, el scanner, la resonancia o la endoscopia no existían. Lo cuenta Foucault en El nacimiento de la clínica al rememorar las épocas en las cuales todo pasaba sobre la superficie de la piel, pues en el caso de las señoras ni siquiera se podía llevar a cabo una auscultación por motivos morales. Así que en el fondo los médicos y los historiadores del arte tenemos en común más de lo que se podría pensar, si bien el trabajo de los primeros es esencial en la sociedad y el de los segundos un lujo necesario: al final ambos ejercemos nuestra profesión dejando el protagonismo a los ojos, buscando relatos secretos en los cuerpos.
Por eso me fascinan las historias clínicas que en estos últimos años han saltado incluso a las páginas de la prensa diaria, aquellas que cuentan cómo algunos doctores se han puesto a mirar los cuadros de la tradición clásica para acabar por descubrir en ellos el síntoma, la enfermedad. A veces la sintomatología se presenta de una forma obvia: laceraciones en la piel que hablan de sífilis, rosácea... Otras el síntoma es apenas perceptible o, y esto es lo interesante, pasa desapercibido para la mirada del historiador del arte que durante siglos puede haber levantado una teoría sobre pistas falsas. El ejemplo citado con más frecuencia en este contexto es, claro, la Duquesa fea del pintor flamenco de primeros del XVI Quentin Massys, que con frecuencia se ha leído como un retrato grotesco y que para algunos fue hasta inspiración del mismo Leonardo. Desde luego, se trata de un retrato anticanónico, pero quizás no grotesco, teniendo en cuenta que la modelo podría ser una mujer de posición social elevada. De hecho, el joven estudiante de medicina Christopher Cook ofrecía una interpretación sorprendente: ese rostro y manos deformadas, la boca extraña, desvelan el mal de Paget, una enfermedad degenerativa y deformante. Detrás del trabajo de Cook estaba su maestro, el catedrático emérito de la Universidad de Londres Michael Baum, un investigador que de forma sistemática ha vuelto la mirada hacia la pintura para desvelar el síntoma, obligando a revisar muchas interpretaciones establecidas.
Confieso que sus propuestas me apasionan -quizás porque conozco a muchos médicos listísimos o porque todo lo que contribuya a poner en entredicho las teorías establecidas de la historia del arte me encanta. Además, desde el descubrimiento de las propuestas del Doctor Baum me paseo por los museos buscando síntomas. No sólo los tan comentados de El Greco que, al menos cuando yo era pequeña, se decía que tenía problemas de visión. ¿Y si la Princesa Margarita en Las Meninas, de belleza pálida, fuera una anémica empedernida o tuviera problemas intestinales? Era Natacha Seseña quien en su lectura del cuadro de Velázquez planteaba la costumbre de la época de comer "barritos" para conservar la necesaria palidez. Fascinante tesis. Y puesta a delirar, me pongo a mirar a la Gioconda, algunos dicen que el retrato de un hombre, y veo una incipiente alopecia en esa frente despejada que quizás desvela stress. Sí, me encanta la "medicalización" de la historia del arte porque hace al canon vulnerable, un poco anticanon también. Si les interesa la historia de la medicina y sus implicaciones con el repertorio visual de Occidente, pueden regresar a un libro aparecido hace algunos años en Anagrama, Mutantes, de Armand Marie Leroi, que no tuvo entonces entre nosotros la repercusión que merecía, quizás porque aún no estábamos listos para mirar con ojo clínico.
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