_
_
_
_
Crítica:DIOSES Y MONSTRUOS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Parejas de antes, en blanco y negro

Carlos Boyero

No necesitan, o no saben o no quieren teorizar sobre la magnificencia y los tormentos de su profundo trabajo, no aspiran o desdeñan que la policía intelectual del cine concebido como experiencia religiosa les integre en la trascendente lista de sus vacas sagradas, el espectador normal jamás se plantea al verlos si su cerebro es un hervidero o si únicamente están recitando las palabras que ha escrito otra persona y plasmando las miradas y los gestos que les ha pedido el que mueve las marionetas detrás de una cámara. Los actores y actrices que desprenden una luz capaz de deslumbrar a multitud de gente de distintas geografías, lenguas, aficiones y culturas reciben consecuentemente el nombre de estrellas. Y como ellas son distantes, pero también pueden encarnar sueños muy cercanos del gran público. También un campo magnético que engancha de igual forma al espectador simple y al sofisticado, al que se cree y le fascina la historia que le están contando y al que solo detecta artificio barato, tópicos, grandilocuencia, melodrama al uso.

La muerte apacible de Liz Taylor, a edad lo suficientemente longeva para alguien que ha causado tanto placer y castigo a su organismo, con la prudencia necesaria para no aparecer en el cine desde hace mucho tiempo y que ningún enamorado ancestral pudiera constatar la lógica devastación de su hermosura, supone la defunción de un estilo genuino de estrellato, de una época irrepetible en sus virtudes y su cochambre. ¿Qué la define? Que le pregunten a la memoria sentimental, a la hipnosis y al subconsciente de infinitos espectadores que pagaban gustosamente la entrada por el encanto que le transmitía ese rostro perfecto, esos ojos incomparables, el amor que le profesa la cámara en plano y contraplano, en plano secuencia y en plano general, cuando tiene que expresar sentimientos intensos o solo escuchar. Y cualquier cinéfilo, o simplemente la gente que gozó, masticó y consumió el cine norteamericano (incluido el malo) en una época tan concreta como afortunadamente larga, sabe que esas estrellas tantas veces prefabricadas, diseñadas por los grandes estudios, a veces tenían luz propia, todo en ellas era especial. ¿Quién queda vivo de esa raza, mejores o peores intérpretes, pero a los que siempre les reconoces aunque a veces hagan y digan cosas muy tontas? Solo puedo identificar a Kirk Douglas. Con la diferencia, respecto a Liz Taylor, de que tuvo la intuición, la inteligencia o la suerte de ser el protagonista de guiones muy buenos, de meterse en una tipología tan fuerte como compleja, de que le dirigieran maestros consagrados o en trance de serlo. La filmografía de Douglas, igual de atractivo interpretando a héroes que a canallas, dueño de una energía, una ira, un volcán interior que no puede relajarse ni en los momentos de plenitud (lo conseguía ligeramente acariciando el embarazado vientre de la preciosa Jean Simmons en un amanecer de Espartaco, sabiendo íntimamente que los esclavos nunca podrían vencer), es de las cosas mas intensas y abarrotadas de personalidad que le han ocurrido al cine.

Resulta que esos seres transparentemente prodigiosos en la pantalla, a veces conjuntaron su trabajo en las ficciones con la persona con la que vivían, con la que compartían encuentros y desencuentros, pasiones y renuncias, el complicado equilibrio entre la privacidad y lo público que deben mantener los que tienen el mismo oficio, compiten, saben que el espectador no solo busca en la película el individualizado talento de cada uno de ellos sino también la química, las explosiones, los enfrentamientos, las verdades y mentiras que puede revelar en las ficciones dos seres inmensamente atractivos que se acuestan y se despiertan juntos.

Liz Taylor, la representación del glamour hollywoodiense, emparejó su voluptuosa existencia y el ni contigo ni sin ti con un duro y seductor galés de voz maravillosa y alcohólica, practicante de las esencias de Shakespeare. La bella sin causa y el atormentado de ojos vidriosos, su aireada y escandalosa relación se supone que tiene un potencial explosivo al actuar juntos en el cine. No es así. A Burton la más selecta memoria cinéfila le asociará al alma de Alec Leamas, a la personificación del universo más apasionante que creó John Le Carré, dejándose matar en el Muro en El espía que surgió del frío. Cleopatra era muy guapa y a su enamorado Marco Antonio le quedan muy bien las falditas romanas, pero lo único grandioso de esa película inútil es la interpretación de Rex Harrison. Taylor y Burton protagonizaron dramas intelectuales o esforzadamente líricos, tan pretenciosos como bobos y firmados por directores con temporal (Losey) o perdurable (Minnelli) prestigio artístico. Pero el do de pecho trágico (símil taurino) lo intentaron apareciendo feos (ellos, los más bellos), cotidianos, rencorosos, adúlteros, borrachos y derrotados en ¿Quién teme a Virginia Woolf? Lo hicieron muy bien, carne de Oscar, redención académica para los más frívolos.

¿Parejas en la vida real que aún resultan más fascinantes, sensuales, divertidas, compenetradas e ingeniosas al verlos actuar juntos en el cine? Pues los que pensamos todos, los imperecederos, los que convertían en algo gozoso para el espectador el enamoramiento, la complicidad, el juego, la seducción y la caña que se daban ellos. O sea, unos que se llamaban entre ellos Betty y Bogey. O sea, Lauren Bacall, la más dura, la más rápida, la más ronca, la más erótica sin necesidad de desabrocharse un botón, y el profesional de la resistencia, el chulo con causa, el borde que mejor ha desafiado al poder, bebido, fumado y sufrido (junto a Robert Mitchum) en la historia del cine. ¿Sus imperdurables credenciales?: Tener y no tener, El sueño eterno y La senda tenebrosa. O un señor bajito, con inevitable y asumida pinta de normal, siempre creíble y humano, actor genial, llamado Spencer Tracy, y su eterna enamorada Katharine Hepburn, una pelirroja con belleza aristocrática y expresividad que puedes identificar con la soñada chica de la Luna, pero sobre todo bendecida por la inteligencia, el ritmo, la impertinencia, el encanto y la complejidad que transmitía a sus personajes. Ella era tan femenina como feminista. Y él era un macho muy duro detrás de su placidez, de su racionalidad, de su sabiduría, de sus modales conciliatorios. Es un placer ver actuar juntos a dos personalidades tan opuestas, pero con talentos complementarios. No sabemos qué ocurría en su vida cotidiana. Ni falta que hace. En el escenario todo era magia.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_