Libros, perfumes, orgasmos
Es lo que tienen estas fechas tan señaladas. Estaba yo frente a mi decrépito televisor pre-TDT, descansando de la lectura extensiva de tantas novedades y saboreando una copa de Tagonius crianza (¿para qué necesitamos el Châteauneuf du Pape?), cuando allí, ante estos ojos que se han de comer los gusanos y demás cofrades de la entomofauna necrófaga, la mismísima Kate Moss se contorsionaba en un fabuloso orgasmo provocado tan sólo por unas rosas y un perfume de Yves Saint Laurent. La Navidad tiene esas cosas (y esas marcas), sobre todo la de este año, que se está revelando como una caja de sorpresas, algunas decididamente alarmantes. Uno de mis topos en el Ayuntamiento del Gran Topo, con el que me suelo reunir clandestinamente en el fondo de una zanja (siempre distinta: en Madrid se puede elegir), me informa de que se ha puesto en marcha una directiva secreta antisuicidio -con refuerzos policiales en todos los lugares elevados, especialmente puentes y viaductos- ante la noticia de que Jorge Javier (el actual emperador mediático de la telebasura) y Belén Esteban (nuestra Kate Moss de estar por casa) podrían cantarnos las uvas en la noche de San Silvestre. Como yo creo firmemente en el valor de los símbolos, tamaña apoteosis de lo friqui imprimirá carácter al primer año de la nueva década, marcada -si nadie lo remedia- por el ingreso de nuestro planeta (y quizás también de la librería tradicional) en la UVI. Por lo demás, adosado permanentemente al móvil -después de leer Fama, la estimulante novela hecha de relatos de Daniel Kehlmann (Anagrama), he hecho mío el quevediano "érase un celular a una oreja pegado"- voy avisando a mis amigos editores (todavía me queda alguno) para que se preparen para el tsunami de devoluciones posnavideñas que amenazan con atiborrar, además de los almacenes (ya atestados), el portal de Belén, el palacio de Caifás y demás lugares pintorescos de nuestra hermosa tradición. Y no es que se vayan a vender menos ejemplares que otros años (los optimistas confían en el hecho de que, junto con los perfumes y los orgasmos, son el regalo más socorrido), pero sí bastantes menos títulos. Y lo de barato, depende de con qué comparemos. De los siete primeros títulos que más se están vendiendo, sólo uno (Caín, de Saramago, en Alfaguara) cuesta menos de 20 euros, mientras que el Parisienne de Moss (es el nombre del perfume, no del orgasmo) puede conseguirse en torno a los 40 (en perfumería no existe el precio fijo). En todo caso, felices orgasmos a todos, con y sin libros (o perfumes).
Sherezada
La verdad es que, a pesar de las magníficas ilustraciones que contenía mi primer ejemplar (publicado por la histórica Maucci) de Las mil y una noches (entonces se llamaba así), nunca le había podido poner cara a Sherezada, la patrona laica de todos los contadores de historias. Desde hace poco tiempo la tiene, y también cuerpo (¡y qué cuerpo!, si se me disculpa el entusiasmo), para siempre jamás. Se trata de Aitana Sánchez-Gijón, la estupenda intérprete femenina de Las mil noches y una noche (ahora se llama así) en la libérrima versión escénica de Vargas Llosa que pude admirar una noche de calor mineral y pegajoso en los jardines de Sabatini de Madrid. Dirigidos por Joan Ollé y con un diseño escenográfico de Eduardo Arroyo (quien, a pesar de lo que afirma en su Minuta de un testamento, ofreció en su trabajo sobradas pruebas de templanza y discreción), don Mario, trasmutado en actor (¿acaso los contadores de historias no las representaron antes de empezar a escribirlas?), y la hechicera y astuta Sherezada (trasmutada en Aitana, y ahora con rostro y cuerpo y voz suya) prolongaron hasta la felicidad nuestra noche sin sangre ni (más) muertas virginales. Todo ojos y oídos, los espectadores asistimos a aquel auto sacramental profano que ponía en escena el milagro eterno de las ficciones, su poder balsámico y civilizador, su increíble capacidad para prolongar en las vidas de otros las nuestras, que, al contrario de las suyas -eternas por la literatura-, indefectiblemente van a dar al mar de la muerte. Ahora Alfaguara publica en Las mil noches y una noche, de Mario Vargas Llosa, el texto -y las fotos: Aitana, Aitana, Aitana- de aquella función inolvidable, a la vez nocturna y luminosa. Aquella noche fue mejor que las mil que la precedieron. La noche de los cuentos.
Secretos
Por alguna razón que debería analizar en el diván (para eso pago), últimamente me ha dado por explorar ciertos secretos de vidas ajenas a través de biografías viejas y nuevas. La (re)lectura de algunos capítulos de El Anticristo, el último libro que Nietzsche dejó completamente listo para la imprenta antes de su derrumbe (3 de enero de 1889), abrazado con lágrimas y babas a un caballo de Piazza Carlo Alberto de Turín, me lleva a consultar, primero, La vida arrebatada de Friedrich Nietzsche, de su amigo Franz Overbeck (Errata Naturae), que no conocía, y, después, la biografía Nietzsche, de Werner Ross (publicada por Paidós en 1994). En esta última encuentro lo que recordaba y no encontraba: un breve informe del "diario de enfermos" del sanatorio de Jena donde fue internado, en el que se constata que el paciente "se unta la pierna con excrementos. Come excrementos. Orina en su bota o en su vaso y bebe la orina y se unta con ella". En John Lennon (Anagrama), de Philip Norman, me detengo en el capítulo en el que se cuenta la terapia emprendida por el músico bajo el control de Arthur Janov, el célebre psicólogo a quien pagó viaje desde California y estancia en Inglaterra (junto con toda su familia) para que le tratara durante varias semanas. Como se sabe, Janov (su libro El grito primal ha sido publicado por Edhasa) estaba convencido de que la mayor parte de las neurosis provenían de traumas infantiles. Para superarlas era preciso que el paciente "regresara" al momento del causón para enfrentarse al dolor con la "primalidad" con que lo hace el recién nacido cuando emerge del vientre materno a un mundo extraño y hostil: gritando. Me imagino (Imagine) a Lennon emitiendo gritos desgarradores, delante de Janov, en el estudio de grabación de su enorme casa solariega de Tittenhurst, mientras Yoko Ono también se desgañitaba ante la esposa del psicólogo en otra dependencia. Por último, leo en la (estupenda) Vida de André Breton, de Mark Polizzotti (coeditado por Turner y el Fondo de Cultura Económica), que el Papa del surrealismo trabajó durante un corto periodo (1920) como secretario eventual de Marcel Proust, para ayudarle a corregir las pruebas de El mundo de Guermantes, que iba a publicar Gallimard. Probablemente Breton estaba entonces demasiado ocupado en asimilar que su endiosado Tristan Tzara, que acababa de aterrizar en París con todos sus bártulos dadaístas, carecía de carisma: eso explicaría que cuando el libro fue finalmente publicado, el nada dadá Proust tuviera que adjuntar una fe de erratas con más de 200 correcciones pasadas por alto. Ya ven, la vida.
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