El mundo, siete años después
En el séptimo aniversario de los atentados del 11 de septiembre, China, Rusia y el cambio climático le disputan a Al Qaeda el protagonismo en el escenario internacional
Los siete años transcurridos desde el 11-S revelan una vieja verdad: los problemas no suelen resolverse, simplemente se ven superados por otros problemas. Los del 8 de agosto, por ejemplo. El 8 de agosto de 2008, dos poderosas naciones anunciaron su regreso a la historia mundial. Rusia, al invadir Georgia, lo hizo con carros de combate. China, en la inauguración de los Juegos de Pekín, lo hizo con acróbatas. El mensaje era el mismo: aquí estamos de nuevo, mundo.
Entiéndanme. Todavía pende sobre nosotros la grave amenaza de los terroristas yihadistas takfiri, que pueden disponer de armas atómicas, biológicas o químicas. Su ideología basada en la fe ha demostrado su capacidad de atraer a musulmanes desafectos, especialmente a los que viven en Occidente, y los medios para crear el caos de forma barata son alarmantemente fáciles de encontrar. Mientras escribo esto, es posible que otro grupúsculo difícil de detectar, en el anonimato de una casa próxima a cualquiera de nosotros, esté tratando de aprovechar la fecha del aniversario del 11-S para volver a intentarlo. Y no siempre serán descubiertos. Protegernos de otro 11-S, sin destruir nuestras libertades en el intento, sigue siendo uno de los grandes problemas de los responsables políticos en todos los países libres.
Se ha demostrado falsa la convicción de que la amenaza terrorista define el modelo de la política mundial
En China atisbamos la posibilidad de una modernidad que no es occidental y es autoritaria
La que se ha demostrado falsa es la convicción neoconservadora de que esa amenaza define, por sí sola, todo el modelo de la política mundial en nuestros días; que, como dice Norman Podhoretz, la lucha contra el islamofascismo es la Cuarta Guerra Mundial. Ahora que he vuelto a Estados Unidos tras un año de ausencia, me impresiona lo relativamente poco que habla incluso la derecha estadounidense sobre la "guerra contra el terror".
Aparte del terrorismo, existen dos cambios gigantescos que definen el mundo en el que estamos. Ambos tienen sus orígenes, en gran medida, en la difusión mundial del desarrollo económico basado en el mercado (también llamado globalización). El primero es el ascenso de los demás, claramente visible el 8 de agosto. Las potencias no occidentales desafían el dominio económico de Occidente. Están venciendo a Occidente con las armas inventadas por éste (del mismo modo que otros vencen a los ingleses en críquet) y, de paso, están cambiando las reglas del juego. Los analistas de Goldman Sachs predicen que en 2040 China, India, Rusia, Brasil y México tendrán una producción global superior a la actual del G-7. La fecha no es tan importante como la tendencia. Ya hoy, las transformaciones en el poder económico están traduciéndose en poder político y militar más rápido de lo que muchos preveían.
Al mismo tiempo, el desarrollo económico mundial basado en la libre circulación de bienes, capitales, servicios y (en menor medida) personas está exacerbando una serie de problemas transnacionales. Las emisiones de dióxido de carbono que aceleran el cambio climático, las migraciones masivas, el riesgo de pandemias: todos estos problemas exigen soluciones internacionales, fruto de la cooperación. La necesidad de un orden internacional liberal es mayor que nunca. Pese a ello, a diferencia de los años noventa, cuando el presidente George H. W. Bush esperaba poder sustituir la guerra fría por un "nuevo orden mundial", las perspectivas de lograrlo no parecen muy buenas. El poder está repartido entre demasiados Estados rivales, muchos de ellos autoritarios, y en redes difíciles de controlar, como Al Qaeda.
Así pues, nosotros, los amigos del orden internacional liberal, debemos afrontar la nada halagüeña perspectiva de un nuevo desorden mundial. O, mejor dicho, viejo y nuevo, porque el desorden es una condición más natural que el orden para la sociedad internacional. El orden internacional, que también podemos llamar paz, es siempre frágil. No necesito repetir que, con su respuesta a los atentados del 11-S, el Gobierno de George W. Bush no ha contribuido en estos siete tristes años a construir ese orden internacional, sino a erosionarlo. La invasión rusa de Georgia fue, entre otras cosas, una venganza por la invasión estadounidense de Irak.
Mientras el orden está amenazado, las libertades ya no progresan de forma tan clara. Los franceses llaman a los 30 años de crecimiento económico que tuvieron tras la Segunda Guerra Mundial les trente glorieuses. Es posible que los historiadores futuros califiquen los 30 años desde la revolución de los claveles de Portugal, en 1974, hasta la revolución naranja de Ucrania, en 2004, como unos treinta gloriosos para la difusión de las libertades, no sólo en Europa, sino también en Latinoamérica, África y partes de Asia.
Rusia y China no son sólo grandes potencias que desafían a Occidente. Representan también versiones alternativas del capitalismo autoritario, o el autoritarismo capitalista. Ése es el posible competidor ideológico más importante del capitalismo democrático liberal desde el fin del comunismo. El islamismo radical puede atraer a millones de musulmanes, pero no puede llegar más allá de la umma formada por los fieles, salvo mediante la conversión. Y, sobre todo, no puede pretender que se le asocie con la modernidad económica, tecnológica y cultural. En cambio, la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Pekín, como los rascacielos de Shanghai, nos muestran que el capitalismo autoritario sí lo pretende. En el estadio del Nido del Pájaro se puso la última tecnología audiovisual al servicio de una fantasía colectivista hiperdisciplinada, hecha posible gracias a unos recursos económicos que ninguna democracia se habría atrevido a dedicar a ese fin. Zhang Yimou, el director artístico de la ceremonia inaugural, dijo que sólo Corea del Norte habría podido llevar a cabo una sincronización de masas equivalente.
Durante casi 500 años, la modernidad ha llegado desde Occidente. El historiador Theodore von Laue lo llamó "la revolución mundial de la occidentalización". En la Europa del siglo XX, la democracia liberal se enfrentó a dos poderosas versiones de la modernidad que eran occidentales pero autoritarias: el fascismo y el comunismo. Parte del atractivo de estos sistemas residía precisamente en que eran modernos ("he visto el futuro y funciona", dijo un entusiasta a su regreso de Moscú). La democracia liberal acabó deshaciéndose de ellos, aunque no sin una guerra mundial, una guerra fría y mucha ayuda de Estados Unidos.
Ahora, en China atisbamos la posibilidad de una modernidad que no es occidental y es autoritaria. Pero ¿es el capitalismo autoritario un modelo estable y duradero? Ésa, me parece, es una de las grandes preguntas de nuestra época, que sigue siendo una época post-11 de septiembre, pero también una época post-8 de agosto y en la que, desde el punto de vista del medio ambiente, faltan cinco minutos para la medianoche.
Mientras los amigos del orden internacional liberal reflexionamos sobre cómo responder a este múltiple desafío, yo siento más simpatía que muchos europeos por la idea -propuesta por varios intelectuales estadounidenses, tanto partidarios de John McCain como de Barack Obama- de un "concierto de democracias". Ante todo deberíamos fijarnos en los países que comparten nuestros valores a la hora de gobernarse, y hoy son más numerosos después de estos treinta gloriosos. Eso sí, habría que poner varias condiciones. La primera, que no podemos engañarnos y pensar que podemos tener sólo democracias liberales como socios. Nuestros valores nos pueden empujar en esa dirección, pero nuestros intereses nos llevarán a establecer también relaciones e incluso asociarnos con Estados autoritarios. Por tanto, el despliegue de una Liga de Democracias institucionalizada contra una Asociación de Autócratas (un descriptivo término concebido por Robert Kagan) es una idea nefasta, incluso suponiendo que pudiéramos ponernos de acuerdo en quién merece estar incluido en la Liga. Un desorden bipolar no sería ninguna mejora respecto al multipolar.
Tampoco es muy inteligente identificar demasiado esta visión del concierto de democracias con Occidente, como en la propuesta del ex primer ministro francés Édouard Balladur de lo que llama una Unión Occidental. Históricamente, la modernidad y el liberalismo nacieron en Occidente. Pero ahora el futuro de las libertades depende de la posibilidad de que se desarrollen unas versiones nuevas de la modernidad, sea en India, China o el mundo musulmán, que sean claramente no occidentales, pero también visiblemente liberales, en el sentido fundamental de que protejan las libertades individuales. No creo que vayamos a lograr este resultado, pero tratar de llegar a él es la mejor posibilidad. Al pesimismo del intelecto hay que contraponer el optimismo de la voluntad. -
www.timothygartonash.com Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.