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LA COLUMNA | OPINIÓN
Columna
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La doctrina Rajoy

Josep Ramoneda

No sé si el destino de Mariano Rajoy es ser presidente del Gobierno o estrellarse en la tercera y última oportunidad que le queda. El PP ha ganado las elecciones europeas y, sin embargo, Mariano Rajoy sigue con cuotas de popularidad bajísimas, muy lejos del presidente Zapatero. En España, la marca PP -y la marca PSOE- son realmente muy poderosas. ¿Tanto como para que la marca PP pueda ganar unas elecciones sin contar con el valor añadido de una marca de liderazgo fuerte, como en su día fue Aznar? Quedan tres años para despejar esta incógnita. Rajoy, con su peculiar cachaza que algunos consideran signo de identidad de los registradores de la propiedad, podría definirse como un líder sin atributos precisos. Lo cual, como tantas cosas de esta vida, es una verdadera contradicción en los términos. Pero allí está.

Sea cual sea la suerte política de Mariano Rajoy, su biografía política estará siempre marcada por dos deslealtades al sistema democrático muy difíciles de justificar: la utilización de la cuestión terrorista como instrumento en la política de oposición al Gobierno, rompiendo un tabú de la democracia que sólo Aznar había violado cuando el asesinato de Tomás y Valiente. Y la banalización de la corrupción, con la perversa doctrina del blanqueo de responsabilidades judiciales por vía electoral.

Son dos actitudes sumamente graves que no se pueden colocar en el inventario de las mezquindades habituales de la política, con las que Rajoy ha jugado, como todos. La pasada legislatura explotó el discurso patriotero y el resentimiento anticatalán para desgastar a Zapatero fuera de Cataluña. Y ahora está jugando con la crisis, ansioso de que el paro acabe por engullir al presidente. Todo esto forma parte de los vicios naturales del juego, en que cualquier oportunidad de desgastar al rival puede arrastrar a un dirigente político a tomar decisiones más allá de lo razonable. Todos tienen una larga lista de insensateces en su haber.

El uso político del terrorismo y la banalización de la corrupción son de otro nivel, porque amenazan directamente a las instituciones democráticas. Dejo de lado el lamentable episodio de la utilización de la tregua de ETA por parte de Rajoy, en contraste, todo sea dicho, con la lealtad que tanto el PP de Fraga como el PSOE tuvieron con los gobiernos del momento en las otras dos treguas. Es un hecho de la legislatura anterior que Rajoy ya pagó en las urnas. Desde entonces Rajoy ha cambiado radicalmente. La derrota, a menudo, es educativa.

El caso Gürtel, la trama de corrupción que como una bestia de mil brazos rodea y penetra en el amplio espacio del PP y sus aledaños, ha dado oportunidad a que tomara carta de naturaleza en la política española la doctrina Rajoy. Dice así: los casos de corrupción se blanquean con victorias electorales. Hay en este planteamiento, que hemos visto especialmente en la movilización valenciana en torno a Francisco Camps y a Carlos Fabra (imputado de larga duración), un ejercicio de perversión absoluta de los principios democráticos que un líder que aspira a gobernar debería cuidarse muy bien de alimentar. Camps será culpable o no, pero esto lo decidirán los tribunales, no los ciudadanos con su voto. Un aspirante a presidente no puede especular con estas confusiones. Pero hay algo más grave: Rajoy funda su estrategia en la confianza de que su electorado no penaliza la corrupción. Y refuerza esta cultura de impunidad, convirtiendo al imputado en víctima de la conspiración del enemigo.

En realidad, Mariano Rajoy, con su doctrina, no hace sino prolongar una vieja tradición del PP, definida por la doctrina Trillo: ante un caso de corrupción, la función del partido no es esclarecer lo que ha ocurrido sino hacer todo lo necesario para que la Justicia no lo esclarezca. Todo ciudadano -un responsable político también- tiene derecho individualmente a luchar para ser absuelto por los tribunales, independientemente de que sea justo o no. Pero un partido que aspira a gobernar tiene que poner por delante los hechos. Y no puede esconderse detrás de la Justicia. Rajoy ha escogido este doble camino: los votos como absolución y las tretas judiciales como solución. En ningún caso se da prioridad a lo que ha ocurrido, que es lo verdaderamente relevante en el siempre viscoso territorio de encuentro entre política y dinero. ¿Se trata, entonces, de banalizar la corrupción para protegerse de hechos que si emergieran quizá producirían serios efectos colaterales? Da escalofrío pensar que la doctrina Rajoy regrese al Gobierno de España. Rajoy se ha encadenado a los imputados del PP. Si hay condenas, Rajoy habrá quedado atrapado en su propia doctrina.

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