El triunfo del resentimiento
El personaje de Belén Esteban simboliza la victoria de una engañosa sentimentalidad capitalista que promueve un consumismo de emociones banalizadas, de mercadillo, de usar y tirar. Un populismo de corte fascistoide
Hace ya unos cuantos meses publicaba Josep Ramoneda en estas mismas páginas un artículo (La construcción cultural del fascismo, EL PAÍS, 17 de noviembre de 2010) en el que analizaba el lugar y la función ideológico-política que, a su juicio, desempeña en la esfera pública un personaje tan popular de nuestra televisión como Belén Esteban, a la que, resumiendo un tanto abruptamente el texto, el autor veía como la encarnación de un populismo fascistoide que, lejos de representar y dar voz a las clases populares, como los promotores del personaje gustan de proclamar, las enardece para que sigan calladas.
No voy a fingir que desconocía hasta ese momento la existencia de Belén Esteban (aunque un intelectual de cejas altas como Dios manda sin duda lo haría): precisamente uno de los rasgos más característicos de nuestra sociedad de consumo es la imposibilidad -casi metafísica- de ignorar quiénes son determinados personajes muy característicos de ella, los denominados famosos. Pero sí reconozco que el artículo de Ramoneda llamó mi atención acerca del calado que podía tener esa figura pública, lo que despertó mi curiosidad por conocer algo más acerca de sus rasgos más propios, en la confianza de que ello me permitiera determinar las causas que me explicaran, aunque fuera un poco, su considerable notoriedad.
Ha materializado, con la permanente exhibición de su privacidad, la fábula de 'El show de Truman'
Es un secreto a voces el futuro de juguete roto que, de manera inexorable, le aguarda
Lo primero que me llamó la atención fue el carácter no sé si decir agrio o avinagrado del personaje. Belén Esteban es alguien que, en lo sustancial, siempre cuenta desgracias. El tamaño de las mismas varía, como no podría ser de otra manera, pero lo significativo es que tiene permanentemente a disposición del espectador un amplio surtido de ellas: desde las más frecuentes (y, por ello, ya menos valiosas por aquello de la oferta y la demanda), como la última vez en la que el padre de su hija incumplió con alguno de sus deberes de tal, hasta las más llamativas, como la temprana infidelidad de su marido, pasando por la muerte de su padre, una amenaza por parte del Defensor del Menor de quitarle la custodia de su hija o sus cuitas con una diseñadora de moda que se negaba a confeccionarle el traje de novia (por aquello de no ver asociado su prestigioso nombre como creadora al poco glamuroso de la presunta princesa del pueblo).
Alguien que haya seguido con más atención y desde hace más tiempo que yo sus apariciones en televisión acaso podría contraargumentar que también en ocasiones -menos abundantes en número, pero no por ello carentes de importancia- Belén Esteban se alegra por algo. Es cierto, pero incluso en esos momentos la alegría siempre se muestra coloreada con una tonalidad sombría, atravesada de una carga de negatividad que parece consustancial al personaje. Así, resulta llamativo que en las escasas oportunidades en las que protagoniza una noticia gozosa, de inmediato aprovecha la situación para pasarle su alegría por la cara a alguien, como si fuera incapaz de vivir su contento de otra forma que no fuera contra otra persona (por lo general, contra aquella o aquellas con las que tiene cuentas pendientes). De ahí las frases con las que se suele adornar en tales situaciones: "para que se entere...", "para que luego digan que...", etcétera, como si se complaciera más en la rabia que supone va a provocar en sus enemigos la buena noticia que en la buena noticia misma.
Pero, a la vista de sus reacciones, me atrevería a afirmar que lo que para esta mujer parece constituir el más genuino motivo de alegría es precisamente el mal ajeno. Resulta espectacular -casi en el límite de lo escandaloso- la impudicia con la que se relame ante las desgracias de otros, especialmente ante aquellas que le sobrevienen a la actual esposa del torero y padre de su hija, a la que siempre denomina como la Campanario. Cuando ello ocurre, ni siquiera parece capaz del mínimo gesto compasivo o piadoso (aunque sea para guardar las formas o para simular una magnanimidad de espíritu de la que, sin duda, no está dotada). Lejos de eso, proclama a grandes voces su profundísima satisfacción, mientras condena, maldice, se ríe con saña, e incluso llega a dirigir contra quien acaba de padecer algún daño sonoras pedorretas, habitualmente premiadas con una entusiasta ovación por parte del público presente en el plató, tan fiel al personaje como obediente a la menor indicación del regidor.
Tal grado de exasperación alcanza la disposición amarga, quejosa, dura, del personaje que incluso cuando alude a lo que debería ser su registro más tierno, entrañable y dulce, esto es, el amor hacia su hija, también él viene doblado de una tonalidad negativa y sombría. Hasta el punto de que su frase más reiterada, su famosa "yo, por mi hija, ma-to" (publicitada por la cadena en la que trabaja a la manera de un eslogan comercial o de una consigna política) convoca, en el mismo sintagma, al amor y a la muerte, como si quien lo enuncia fuera incapaz de experimentar un sentimiento puro, limpio, positivo sin más, como si le resultara sospechoso o como si -la peor de las posibilidades- se sintiera culpable por ello.
No han faltado quienes, creyendo que de esta forma la defendían, han subrayado que en Belén Esteban no hay diferencia entre la persona y el personaje, y que ella es tal como se muestra en pantalla, a saber, totalmente espontánea. Ciertamente, con defensores así no hacen falta fiscales. Ya sabemos que cualquier cesto se elabora con mimbres preexistentes. Lo importante de veras es en qué medida quienes tienen poder para hacerlo han construido, frankensteinianamente, un monstruo a la medida de una supuesta demanda mediático-sentimental, monstruo al que luego han inducido a un comportamiento que solo puede terminar en la autodestrucción. Que la persona real haya aceptado el juego para el que se la ha programado, o incluso se sienta cómoda en él, resulta a estos efectos perfectamente irrelevante.
Pero dicho juego, más allá de llevar inscrito en el dorso la fecha de caducidad, tiene sobre todo mucho de siniestro. Lo acabamos de apuntar: es un secreto a voces el futuro de juguete roto que, de manera inexorable, aguarda al personaje. Pero ello no debiera distraernos de percibir que el juego consiste precisamente en que el juguete se vaya rompiendo en público, a la vista de todos (la imparable ruina de su rostro constituye, en ese sentido, una devastadora metáfora del proceso). Cuando llegue su final, cuando el mecanismo del juguete se pare de forma definitiva, quien ha hecho lema y bandera de su falta de compasión y de piedad, de su absoluta carencia de empatía (como diría un autoayudólogo), no podrá implorar para sí compasión ni piedad alguna.
Belén Esteban representa una obscenidad casi enfurecida, la conversión de la totalidad de elementos de la propia vida -con los más presuntamente íntimos y secretos en un lugar muy destacado- en materia prima para el programa sobre su vida. Su devenir personal y la programación del canal de televisión en el que actúa coinciden absolutamente: ha materializado, con la permanente exhibición de su privacidad, la fábula cinematográfica descrita en El show de Truman, esto es, la retransmisión en directo de la propia existencia hasta en los menores detalles.
Además del populismo fascistoide, señalado por Josep Ramoneda, el personaje de Belén Esteban simboliza el triunfo de la sentimentalidad capitalista, que no solo promueve un consumismo de emociones banalizadas, de mercadillo, de usar y tirar, sino que, sobre todo, introduce en el ámbito de los sentimientos la misma lógica competitiva, feroz, de descarnada lucha por la vida, que rige ya en todos los demás ámbitos de nuestra realidad. Con la cuota de crueldad que ello comporta: quien ha alardeado sin el menor recato de vender su vida, con toda probabilidad no tendrá a quien acudir cuando su vida no venda.
Pero reparemos, para terminar, en lo que todo este espectáculo deja en evidencia: caducó la vieja engañifa romanticoide -que por lo visto la propia Belén Esteban se llegó a creer- de que el amor podía ser el único ascensor social al alcance de los (y, sobre todo, las) desfavorecidos. Cuando ella lo intentó con un torero tales fantasías pertenecían ya irremediablemente al pasado. Ahora ese mismo ascensor viene representado por el odio o, en su defecto, por el resentimiento. De momento, funciona: Belén Esteban está triunfando a base de explotarlo. Definitivamente, la historia avanza por su lado malo.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona. Fue premio Espasa de Ensayo 2010, por su libro Amo, luego existo.
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