El retorno de la personalidad autoritaria
La división derechas-izquierdas ya no es tan sólida. En el contexto de la crisis, se cierne un nuevo fin de las ideologías dominado por el mercado global y vuelven a asomarse en Europa la extrema derecha y el populismo
Las condiciones materiales origen de los alineamientos electorales de las últimas décadas están cambiando. Tres son los factores objetivos principales que están modificando las emociones políticas básicas. Primero, el desempleo de sectores crecientes de la población, sin perspectiva, para un porcentaje importante de la misma, de retorno a la actividad laboral; por tanto, miedo sobre los medios de subsistencia, como nunca desde las crisis de la primera mitad del pasado siglo. Segundo, desconcierto de las políticas precisas para generar empleo; por consiguiente, desesperanza sobre el futuro, focalizada en el desprestigio del Estado, el principal instrumento de acción política progresista. Tercero, certeza de que la crisis no afecta a los estratos más privilegiados, cuando parte de ellos, como su sector financiero, han sido causa de la misma; en consecuencia, sentimiento de injusticia y marginalización.
En Europa, los socialistas de ahora no disponen de relevos para sus figuras carismáticas
Las expulsiones en Francia son una exhibición populista ante la pequeña delincuencia
Este realineamiento de factores objetivos y subjetivos está teniendo consecuencias electorales. En primer lugar, quien gobierna pierde las elecciones, como si los votantes, supersticiosos y enrabietados, sustituyeran a los Gobiernos, más como un castigo indiferenciado a las élites que como una elección racional entre alternativas, lo que indica que la división derechas-izquierdas, tan estable por décadas, ya no es tan sólida. Se cierne un nuevo fin de las ideologías. El anterior, conceptualizado por la sociología de los sesenta, iba a ser gestionado por el Estado. El actual, todavía no teorizado, está siendo dominado por el mercado global. Pero existe una asimetría: en los casos en que la izquierda retiene el poder (España, Portugal) o accede al mismo (Grecia, Irlanda), implementa políticas liberales, mientras la derecha donde gobierna lo hace de acuerdo con sus postulados.
La segunda consecuencia es el asomo en Europa de manifestaciones políticas tan antiguas como la última crisis económica de magnitud semejante a la actual: la extrema derecha y el populismo. La primera está apareciendo como partido en países donde las barreras de entrada a nuevas formaciones son bajas -como en Italia, Holanda, Suecia y Austria-. En aquellos países donde estas son altas, algunos de sus postulados son cooptados por los partidos conservadores en caso de necesidad electoral, como en Francia. En España, al PP nacional le salen tan bien las encuestas para las generales que no necesita ese recurso. Sí hará uso de él en algunas autonómicas, como las pruebas piloto, de imitación francesa, que está llevando a cabo en Cataluña, el territorio más propicio por la composición de su inmigración reciente. El PP también dejará hacer, sin interferir, a sus medios de comunicación populistas (Rajoy ante un extremismo de derechas haría lo mismo que Eisenhower con McCarthy: nada). Pero la nueva extrema derecha es distinta de la anterior. No hay pretensiones de partido único, de superación simultánea de capitalismo y socialismo, de hipernacionalismo, o de racismo (las expulsiones en Francia fueron una exhibición autoritaria ante la pequeña delincuencia). Se trata de una extrema derecha que emerge como identitaria-cultural, y que encuentra en la expansión demográfica y medievalismo del Islam el enemigo exterior. Por eso, su consolidación definitiva dependerá de si un nuevo papado -el actual trata simplemente de no acabar en fracaso- decide apalancarse en esa fricción para intentar recuperar influencia perdida. Hoy, en Europa, para generalizarse la extrema derecha precisa de un componente religioso, específicamente católico, porque es el único que dispone de una dogmática fuerte que puede contraponerse al islamismo. Por eso también la extrema derecha es más peligrosa siempre en Europa que en Estados Unidos, porque aquí adquiere una fuerza orgánica derivada de alguna comunidad, religiosa o nacional, o mutuamente reforzadas, mientras que el individualismo americano no va más allá de una protesta estridente -le acaba faltando institucionalización-.
Pero existe otra especie política que está acelerando su difusión con la crisis: el populismo. De hecho, este es la versión moderna más exitosa de la derecha. Surge con la descomposición del ciclo liberal en Estados Unidos durante la ascensión de Nixon, quién se presentaba así mismo como el político que más se parecía a sus votantes, olvidados, decía, por la clase política. Su elemento distintivo original fue, por tanto, el anti-elitismo, también clave del éxito de Reagan y de W. Bush (nunca nadie escondió tan bien su elitismo como él). Para que el populismo triunfe se requiere una hegemonía de medios de comunicación que traten la política como espectáculo, y esta ya se da en comunidades como Madrid, donde existe una poblada carrera de cadenas para convertirse en la Fox española. Se necesita un desprestigio de los partidos políticos y sus líderes, y ambos se reflejan en las encuestas. Y se precisa un mínimo de miedo, desesperanza y resentimiento, los desencadenantes de la personalidad autoritaria, y aquí los tenemos.
La psicología política tuvo una de sus líneas fundacionales en el estudio de la personalidad autoritaria y sus consecuencias, tanto en el periodo de entreguerras y sus totalitarismos, especialmente el fascismo, como en sus manifestaciones de guerra fría, como el mcCarthyismo. Las características del tipo psicológico autoritario son el convencionalismo, sumisión a figuras de autoridad, agresividad, superstición, pesimismo sobre la naturaleza humana, cortoplacismo, simplismo en las soluciones a problemas complejos, obsesión con la violencia y el sexo, desconfianza ante el pensamiento no convencional -por ejemplo de artistas y creadores-. Estas emociones encuentran su canalización ideal en los nacionalismos y las religiones, porque ambas son ordenaciones del mundo que derivan de un principio irracional. La personalidad autoritaria se da con mayor frecuencia en los grupos sociales embargados por el miedo, la desesperanza y la marginalidad, precisamente aquellos que nunca deberían ser abandonados por las opciones progresistas. La injusticia económica produce alienación psicológica, y esta alienación política. La crisis económica está fabricando cantidades ingentes de potencial autoritario, de "pesimistas antropológicos", que pueden ser inducidos a aliviar su tensión emocional en hostilidad identitaria (extrema derecha) o en soluciones simplistas a corto (populismo). El dato actual clave para la definición de una estrategia política es por tanto la existencia de una bolsa de tensión psicológica buscando alivio. Hacer política también es hacer trabajo emocional, especialmente en contextos de crisis. Y el criterio principal del tratamiento de las emociones es tratar a los ciudadanos donde están emocionalmente, y no donde idealmente debieran estar. Las pulsiones autoritarias se tratan con mecanismos de compensación que canalizan esas emociones. Las meras descalificaciones las exacerban.
Un mecanismo de autoridad que previene la deriva autoritaria es un liderazgo democrático fuerte. Sin embargo, los socialistas no cuentan con relevos a sus figuras carismáticas (González, Blair, Schroeder), o incluso elitistas, tanto tecnocráticas (Helmut Schmidt) como políticas (Mitterrand). Otra palanca de vertebración para prevenir la conversión de la anomia social en pulsión autoritaria son las organizaciones políticas y sociales, pero el partido socialista está, significativamente, lejos de la capilaridad y números de afiliación del PP, y los sindicatos mayoritarios lo son de los trabajadores menos expuestos a la crisis. Otras agrupaciones, como los grupos activistas en derechos de ciudadanía, ecológicos, etc., carecen de disciplina política (Lenin los llamaría infantiles), son minoritarios y parecen actuar a menudo como grupos de presión, facilitando la acusación populista de elitismo y dogmatismo (Peces Barba publicó hace meses una pieza al respecto en estas páginas). Finalmente, los discursos de los partidos progresistas no han tenido la complejidad precisa que requiere la realidad social más cargada emocionalmente y fácil de manipular por el populismo: la inmigración. Sus discursos sobre ella son todavía demasiado simplistas, emocionales y moralistas (el artículo de Ignacio Sotelo de hace pocos días en este diario es la pieza corta más profunda sobre el tema).
La gran ironía de la política española es que mientras el partido conservador perfecciona habilidades de partido popular, incluso de partido populista, la izquierda se ha des-popularizado. El aumento cuantitativo de los que hoy sienten miedo, desesperanza y marginación no facilitará mayorías de progreso. Al contrario, el retorno de la personalidad autoritaria hace la conexión crisis del capitalismo-voto de izquierdas todavía más difícil.
José Luis Álvarez es doctor en Sociología por la Universidad de Harvard y profesor de ESADE.
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