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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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El regreso del amigo americano

Los 'neocon' tildaban de antiamericanismo la oposición internacional a la guerra de Irak. Era una falacia: la 'obamanía' prueba que a la mayoría del mundo le gusta un Estados Unidos verdaderamente americano

Ernest Hemingway decía que todo lo bueno de la literatura estadounidense ya está en Huckleberry Finn. El momento cumbre de esa novela de Mark Twain es cuando Huck rompe la carta con la que pensaba delatar a Jim, el esclavo negro con el que ha compartido un viaje en balsa por el Misisipi. "La rompe", recuerda Xavier Mas de Xaxàs, ex corresponsal de La Vanguardia en Washington, "pronunciando esa frase tan contundentemente americana del All right, then I'll go to hell (De acuerdo, entonces iré al infierno)". Así, con ese gesto y esa expresión tan rotundos, Huck reivindica la libertad del individuo frente a las reglas injustas, procedan éstas de Dios o del Estado.

Entre los atentados del 11 de septiembre de 2001 y las elecciones legislativas de noviembre de 2006, pareció que el espíritu rebelde de Huckleberry Finn había abandonado Estados Unidos, o al menos su mainstream. Ni siquiera los diarios liberales de la Costa Este osaban decir que muchas de las cosas que estaban pasando en el país eran tan dudosamente americanas como lo habían sido, en los años cincuenta del pasado siglo, la inquisición azuzada por aquel senador fascistón, paranoico y corrupto llamado McCarthy y, en los setenta, el Watergate del tramposo Nixon. ¿No había nadie que dijera All right, then I'll go to hell?

George Clooney dio la pista: hay muchos vínculos entre las eras de McCarthy y los 'neocon'
Obama encarna el EE UU seductor: juvenil, positivo, progresista, fuerte pero dialogante

Hace un par de semanas, unas 200.000 personas se congregaron en Berlín -el corazón de lo que los neocon llamaron, queriendo ser despectivos, la Vieja Europa- para escuchar a Barack Obama. Con su maestría para emplear la fórmula adecuada en el momento preciso, Obama les dijo que quería derribar muros y tender puentes entre ambas orillas del Atlántico, que los estadounidenses y los europeos pueden hacer muchas cosas juntos y que deben hacerlas escuchándose los unos a los otros, aprendiendo los unos de los otros. El público aplaudió con alborozo. Will Hagherty, un americano que lleva 16 años residiendo en Alemania, lo interpretó así: "Es que los alemanes odian a George W. Bush por haber destrozado las relaciones entre Europa y Estados Unidos".

En una reciente edición de Newsweek, analistas de diversos países han intentado explicar al público estadounidense las razones de la obamanía que recorre Europa y el resto del planeta. El francés Dominique de Moissi ha sido muy preciso al emplear esta fórmula: "Es que teníamos nostalgia de esa América que es la tierra de los sueños". Sí, se echaba en falta al amigo americano, era imposible reconocerlo en la política patriotera e imperialista, acobardada y agresiva al mismo tiempo de Bush y los neocon.

En los años oscuros de la reciente historia estadounidense, los extranjeros que se oponían a la guerra de Irak eran tildados invariablemente de "antiamericanos" por los neocon y sus cheersleaders. Esa totalitaria identificación de todo un país con la política de un presidente concreto, Bush, condujo a los que la sostenían a la paranoica conclusión de que todo el mundo odiaba a Estados Unidos. Si la mayoría de los ciudadanos de Europa, América Latina y Asia no apoyaba la guerra de Irak era por cobardía, escaso apego a la democracia, simpatía por los terroristas del 11-S o profunda envidia del american way of life; en cualquier caso, por "antiamericanismo".

Las cosas, sin embargo, eran mucho más complejas de cómo las presentaban Fox News y The Wall Street Journal. Resultaba incluso que muchos de los que fuera de Estados Unidos se oponían a la invasión de Irak pensaban que era una acción antiamericana, como antiamericanos son Guantánamo y el recorte de derechos y libertades impuesto por Bush desde el 11-S. Todas estas cosas chocaban frontalmente con el Estados Unidos antiimperialista de la revolución de 1775-1783, con el espíritu libertario de la Declaración de Independencia y la Constitución redactadas por Thomas Jefferson y los Padres Fundadores, con la generosidad de la sangre derramada en Normandía a favor de la libertad de Europa, con la maravillosa locura de enviar un hombre a la Luna, con las políticas progresistas de Abraham Lincoln, Franklin D. Roosevelt, Martin Luther King, John y Robert Kennedy, Bill Clinton y Al Gore.

En junio de 2006, el editor Nathan Gardels y el cineasta Mike Medavoy escribieron un artículo conjunto muy interesante. Recordaban que un gran instrumento de influencia estadounidense en el mundo -en la línea del soft power o poder blando teorizado por el profesor Joseph Nye- había sido su capacidad para producir historias, básicamente vía Hollywood, que hicieran soñar al mundo. Pero las historias americanas, añadían, estaban perdiendo su atractivo universal. El EE UU de Irak y el Katrina, según Gardels y Medavoy, daba la poco seductora imagen de una nación a la deriva en medio de un caos global.

Ahora bien, una de las grandezas de Estados Unidos es su capacidad para la autocrítica y la regeneración, para el fresh start o new begining, el comenzar de nuevo. De modo que, como ocurrió con las etapas de McCarthy y Nixon, el regreso del amigo americano era sólo una cuestión de tiempo. Y tras un periodo en el que estuvieron narcotizados por las erróneas lecturas neocon del 11-S, los estadounidenses comenzaron a despertar en las legislativas de noviembre de 2006, cuando le dieron una sonora bofetada política a Bush.

La rebelión, de hecho, había comenzado antes, aunque no fuera iniciada por un periódico o una televisión. Esta vez, el espíritu de Huckleberry Finn lo recuperó la cultura pop. Los primeros disidentes -el cineasta Michael Moore, el grupo country Dixie Chicks, los raperos Black Eyed Peas...- fueron ridiculizados como frikis cuando no eran otra cosa que valientes. Luego, Hollywood tomó el relevo con películas tremendas como Crash, Babel, Syriana, Lord of War, In the Valley of Ellah, Redacted, Lions for Lambs... El que George Clooney dirigiera Good night and good luck, un filme sobre un periodista de televisión que resistió a McCarthy, fue un claro mensaje: a los historiadores les va a resultar fácil encontrar similitudes entre los periodos macartista y neocon. Para empezar, en uno y otro la mayoría del país se olvidó de aquello tan genuinamente americano que dijo Roosevelt: "A lo único que debemos temer es al miedo en sí mismo".

Y entonces, a finales de 2007 y comienzos de 2008, llegaron Obama y su energético Yes we can, despertando desde el primer momento una enorme simpatía internacional. Obama encarnaba el EE UU más seductor: un país juvenil, optimista y liberal, donde la idea de cambio moviliza muchas energías positivas, donde alguien self made -hecho a sí mismo- puede llegar muy lejos, que se relaciona de modo cordial y cooperativo con el resto del mundo.

Fueron los propios americanos los que nos enseñaron a amar a ese país. Lo hicieron a través de la música, de la literatura y, sobre todo, del cine. De películas como Caballero sin espada (Mr Smith Goes to Washington), de Frank Capra, en la que un provinciano reformista encarnado por James Stewart revoluciona la vida política de la capital; o de Solo ante el peligro (High Noon), en la que Gary Cooper hace de un sheriff fuerte pero no arrogante, valiente pero no temerario, consciente de su responsabilidad individual pero deseoso de trabajar en equipo. Es el Estados Unidos que este mismo verano aplauden los cientos de miles de europeos que asisten a los conciertos de Bruce Springsteen, otro disidente de la estirpe de Huckleberry Finn que ahora, pensando en las tropas de Irak, canta el viejo estribillo que Peter Seeger creó para la guerra de Vietnam: Bring' em home (Traedlos a casa).

Resulta patético que ahora los neocon intenten usar contra Obama su popularidad mundial. Éste parece ser su sofisma: el mundo es antiamericano, el mundo adora a Obama, luego Obama es antiamericano. En una reciente columna, Arianna Huffington les ha plantado cara de este modo: "¿Por qué es malo que Obama sea popular entre nuestros aliados? ¿En qué perjudica a la gente de Misuri el que un americano sea recibido en Berlín con aplausos en vez de con tomatazos?".

Desde este lado del Atlántico, donde, según un sondeo de The Daily Telegraph, un 52% de la gente desea que Obama ocupe la Casa Blanca y sólo el 15% prefiere a McCain, cabe hacerse la misma pregunta: ¿Para qué nos sirve a los europeos que Estados Unidos tenga un presidente tan detestable como Bush? A la hora de afrontar los grandes desafíos de nuestro tiempo, desde la paz en Oriente Próximo hasta el cambio climático, Europa necesita a Estados Unidos, al verdaderamente americano. Y los europeos lo saben, de ahí la obamanía.

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