¿Para qué queremos Parlamento Europeo?
Estrasburgo no es una tercera cámara para resolver litigios perdidos en casa. Es la primera, condiciona la mayoría de las leyes domésticas. El 7-J es clave para evitar las derivas nacionalista y antisocial de la UE
Para qué queremos el Parlamento Europeo? Sencillo: para frenar el creciente desequilibrio entre el alma social y el bolsillo económico de la Unión Europea. Para sortear la exponencial deriva nacionalista de muchos de sus Gobiernos, rendidos al síndrome de intentar inútiles soluciones individuales a problemas mundiales. Para aprovechar los resquicios que dan cauce a las iniciativas de los ciudadanos, desbordando las disciplinas partidistas y asumiendo la defensa de las más nobles causas perdidas. Para presionar a los líderes en favor de una democracia europea más evidente y más visible. O, cuestión de gustos, para todo lo contrario.
¿Es eso posible? Depende. Si el futuro inmediato se escribe con los mismos renglones del pasado más próximo no es imposible. Porque el balance de la legislatura recién clausurada exhibe bastantes luces. Así, los eurodiputados han logrado limitar el giro antisocial al que tienden al unísono las otras dos grandes instituciones (Comisión y Consejo), espoleadas por la presión de ultraliberalismo salvaje propia de los nuevos socios del Este... y aprovechada y fomentada por algunos de los socios ya añejos, como el Reino Unido.
Una paradoja acecha a la nueva Cámara: ¿será la más poderosa y la más euroescéptica?
Los jefes de Gobierno son reos de impedir listas paneuropeas, pues darían el poder al Parlamento
De esa tramontana ultraliberal, que no liberal, tampoco escapa el Tribunal comunitario de Luxemburgo, otrora campeón de las libertades y de la extensión de derechos sociales. Ahora dicta sentencias como las Viking, Laval y Ruffert, que entre otros desatinos priman las peores condiciones laborales de los países de origen sobre las de los países de acogida a inmigrantes comunitarios. En vez de colocar el estándar por arriba, avalan que se ubique por abajo.
En todo caso, la Cámara de Estrasburgo ha moderado las aristas más antisociales de ciertas iniciativas de Bruselas, como la directiva de servicios Bolkenstein. Espléndida en cuanto simplifica la apertura de empresas de servicios (el 70% del PIB europeo) e impone la "ventanilla única". Pero reaccionaria porque también bendecía un sueldo a los inmigrantes internos según su país de origen y no según la empresa de destino: pretensión tumbada.
Estrasburgo también ha bloqueado la ampliación de la jornada laboral hasta 65 horas, en tanto que regla y no excepción, salvando así la conquista centenaria de las 48 horas y el riesgo de enajenar a los sindicatos del proyecto global de la UE. Pero se plegó al drástico trato infligido a los inmigrantes exteriores por la directiva de Retorno, que autoriza su detención hasta 18 meses, mientras en España el máximo es de 40 días; en Francia, de 32, y en Alemania... de 18. Nueva armonización a peor, en vez de a mejor, contra lo que se solía.
Un éxito estrella de Estrasburgo, con valor político más que jurídico, ha sido la investigación sobre la complicidad de los Gobiernos europeos con los vuelos de la CIA transportando prisioneros a cárceles secretas, dirigida por Claudio Fava. O el desmontaje de la directiva de retención de datos por las policías, durante cinco años, sin intervención judicial. ¿Qué habría sido de la Europa liberal, en ausencia de su Cámara?
También ha registrado otros muchos logros: el apoyo a la Comisión, que salvó el abaratamiento de las tarifas de roaming telefónico; la denuncia que alertó del urbanismo salvaje en el litoral mediterráneo español; las aportaciones al rescate de la naufragada Constitución, en el Tratado de Lisboa; el paquete de cambio climático amenazado por los orientales más contaminantes...
Los fracasos y los éxitos del hemiciclo, la originalidad que le hace permeable a las pulsiones ciudadanas frente a las presiones gubernamentales, obedecen a su particular aritmética exenta de mayorías aplastantes, que permite acuñar múltiples alianzas de geometría variable: gran coalición PPE-PSE, cuyos mandatarios, Josep Borrell y Hans Gert Poetering, dividieron presidencia; pacto liberal-conservador; o alianza roji-verde-liberal. Y a los distintos énfasis en el interior de cada familia, que permiten heterodoxias en la disciplina: un democristiano alemán de ideario social no equivale a un colega suyo berlusconiano. ¿Volverá a ser así?
La Cámara que emanará de las elecciones del próximo 7 de junio encarnará probablemente una cruel paradoja. Será la más poderosa e influyente en la historia de la Unión. Y la que más riesgo corra de jugar a la contra y tirar piedras sobre el propio tejado: la más euroescéptica. Resultaría un contrasentido que la institución a la que, Tratado tras Tratado, se ha ido otorgando más mecanismos de poder, se troque en una corporación descreída del uso de ese poder, y de su fin último, una Europa políticamente unida.
Ocurrirá eso, si Dios, o los votantes más europeístas, no lo remedian. Porque la minoría de euro-nihilistas y euro-escépticos, estimulados por el soberanismo nacionalista de británicos y ex parasoviéticos, esos sí se movilizarán. Jugar a la contra activa la adrenalina. Pero la mayoría de euro-entusiastas y euro-críticos está aquejada de desinterés y desafección. Desmotivada entre otras causas porque considera que la UE no está a la altura deseable en el combate contra la recesión mundial. La última encuesta (en pocas horas será la penúltima) arroja una previsión de votantes de sólo el 34%, frente al 45,5% de 2004 y el 63,8% de 1979. Mucho peor se augura en España, el 27%, trasunto de la desconfiada decepción de quien creyó sin fisuras. El corolario de ese despecho es la abstención, el peor voto de castigo, porque funciona como una enmienda a la totalidad.
Y sin embargo, esta elección es clave. Si al fin se ratifica el Tratado de Lisboa -la Constitución derrotada por los nacionalismos, pero al cabo sustancialmente rescatada-, venciendo las resistencias irlandesa y checa y cuantas surjan a cada esquina, el Parlamento mandará mucho. Colegislará junto con el Consejo (los Gobiernos) sobre un número de materias mayor que nunca, siempre a propuesta de la Comisión.
Ya ahora, más de un 70% de las leyes nacionales vienen predeterminadas por las normas de la Unión, muchas de ellas corredactadas por los eurodiputados, o son su mera traducción. Con Lisboa vigente, ese porcentaje debería crecer. ¿Acaso es un reto nimio? Contra la percepción de muchos españoles, la de Estrasburgo, y no el Congreso de los Diputados, es su primera cámara parlamentaria. Los partidos son responsables de esa falsa percepción. Porque atiborran sus listas europeas de ex ministros y amortizados. Y porque con frecuencia apelan al Parlamento Europeo como altavoz de los litigios de clave partidista interna. Como si forzasen una prórroga artificial ante una tercera cámara de apelación para los asuntos que pierden o temen perder en casa.
Así, los socialistas buscaron y obtuvieron el aval de Estrasburgo a la negociación por la paz en Euskadi: también lo hizo Londres con el proceso de paz irlandés, pero en el Reino Unido no había en eso disputa doméstica. Y los populares (con Luis Herrero y Alejo Vidal Quadras a la cabeza) prosiguieron en la capital alsaciana su curiosa montería antiautonomista: votaron contra el derecho de los ciudadanos a dirigirse a la Eurocámara, y a recibir su respuesta, en cualquiera de los idiomas cooficiales en el país; predicaron contra ¡la política de licencias de radio en Cataluña! Los españoles comparten esa tontuna costumbre con los italianos, pero nunca con británicos ni franceses: éstos buscarán fijar allí marcos generales que condicionen a sus Gobiernos (u oposiciones) pero no tratarán de gobernar u opositar por cámara interpuesta.
Partidos y Gobiernos son también responsables de mantener al poderoso hemiciclo sin el instrumento de soberanía más visible: la competencia de elegir al Ejecutivo. Cierto que pueden arrumbarlo, como hicieron con la Comisión Santer en 1999. O forzando la renuncia del candidato a comisario de Justicia Rocco Butiglione, famoso papista homófobo. Pero no atrae tanto al votante destituir como elegir.
Los líderes nacionales ya se han cuidado de evitar candidaturas paneuropeas. Un cabeza de lista común por familia ideológica en todos los países, que fuese el aspirante por cada credo a presidente de la Comisión, dotaría a ésta y al Parlamento del auténtico poder continental... en detrimento de sus ajadas poltronas nacional-comarcales. Prefieren reelegir en cónclave íntimo al hábil, maleable, José Manuel Durão Barroso. Aunque sea a costa de laminar el interés y la participación electoral. Es lo que hay.
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